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Clásicos de León Trotsky online

Capítulo IV (Tomo I)

Capítulo IV (Tomo I)

Capítulo IV

El zar y la zarina

Nada más lejos de nuestros propósitos que hacer finalidad primordial de este libro estas investigaciones sicológicas que ahora tanto privan y con las que no pocas veces se pretende suplir las grandes fuerzas motrices de la Historia que tienen un carácter superpersonal. Una de ellas es la monarquía. Pero no hay que olvidar que estas fuerzas actúan a través de individuos. Además, la monarquía hállase consustanciada por esencia con el principio personal. Esto justifica, ya de suyo, el interés que despierta la personalidad de un monarca a quien el curso de los acontecimientos lleva a enfrentarse con la revolución. Confiamos -además- que nuestro estudio pondrá de relieve, en parte al menos, dónde termina en la personalidad lo personal -por lo general, mucho antes de lo que a primera vista parece- y cómo muchas veces las «características singulares» de una persona no son más que el rasguño que dejan en ella las leyes objetivas.

A Nicolás II le dejaron los antepasado, no sólo un poderoso imperio, sino también la revolución. No le adornaron con una sola cualidad que le capacitase para gobernar no ya un imperio, sino ni siquiera una provincia ni un mal municipio. A aquella marejada histórica que empujaba sus olas poco a poco hasta las puertas de su palacio, oponía el último Romano una sorda impasibilidad: tal parecía como si su conciencia y la época en que vivía se alzara un velo transparente y, sin embargo, absolutamente impenetrable.

Las personas que tenían ocasión de tratar de cerca al monarca recordaron más de una vez, después de la revolución, que en los momentos más trágicos de su reinado, al sobrevenir la rendición de Puerto Arturo y la pérdida de la escuadra en Zusima, como diez años después, durante la retirada de las tropas rusas en Galicia, y dos años más tarde, en los días que precedieron a la abdicación, cuando todos los que rodeaban al zar estaban abatidos, abrumados y estremecidos, sólo él daba muestras de sangre fría. Se informaba, como de costumbre, del número de verstas recorridas en sus viajes a lo largo de Rusia; recordaba episodios de sus cacerías y anécdotas sacadas de las entrevistas oficiales y, mientras retumbaba el trueno y ya centelleaba el rayo sobre su cabeza, aquel hombre seguía interesándose por las barreduras de su vida cotidiana. «¿Qué es esto? -se preguntaba uno de los generales de su intimidad- ¿Una entereza inmensa, casi inverosímil, conseguida a fuerza de disciplina? ¿Fe en la determinación divina de los acontecimientos? ¿O, simplemente, falta de discernimiento?» Ya el solo hecho de preguntarlo, lleva implícita, a medias, la respuesta. Aquella proverbial «buena educación» del zar, la fuerza con que sabía mostrarse dueño de sí mismo aun bajo las circunstancias más difíciles, no puede explicarse, en modo alguno, por obra exclusivamente de un amaestramiento en el modo de conducirse, sino que tenía que radicar en su carácter indiferente, en la indigencia de sus fuerzas anímicas, en la pobreza de sus impulsos volitivos. Esa máscara de indiferencia que en ciertos medios llaman «educación» se fundía en Nicolás II con su rostro natural.

El diario del zar vale por todos los testimonios; día tras día, año tras año, van registrándose en estas páginas notas más anonadadoras de su vacuidad espiritual. «He paseado un largo trecho y matado dos cuervos. He tomado té al oscurecer.» Paseo a pie, paseo en lancha. Más cuervos y más té. Todo lindando con la pura fisiología. Y cuando habla de ceremonias religiosas, lo hace en el mismo tono que cuando registra un festín.

Por los días que preceden a la apertura de la Duma nacional, cuando todo el país se siente estremecido por convulsiones, Nicolás II escribe: «14 de abril. Me he paseado con camisa-blusa ligera y he reanudado los paseos en lancha. He tomado el té en la terraza. Siana ha comido y paseado con nosotros. He leído.» Ni una palabra acerca de lo que leyó: lo mismo podía ser una novela inglesa que un informe del Departamento de policía. «15 de abril. Le he aceptado la dimisión a Witte. Han comido con nosotros Mary y Dimitri. Los hemos (1) acompañado al palacio.»

El día en que se decretó la disolución de la Duma cuando lo mismo los altos dignatarios oficiales que los liberales estaban pasando por un paroxismo de pánico, el zar escribía en su diario: «7 de julio, viernes. He estado muy ocupado toda la mañana. Llegamos con media hora de retraso al almuerzo con los oficiales... Había tormenta y el aire era sofocante. Paseamos juntos. He recibido a Goremikin y, ¡y firmado el ukase disolviendo la Duma! Hemos comido con Olga y Petia. Por la tarde, lectura.» Toda su emoción ante la disolución inminente de la Duma queda expresada, y gracias, con un signo de admiración.

Los diputados de la Duma disuelta hicieron un llamamiento al pueblo para que no pagase los impuestos y se negara a hacer el servicio militar. Estallaron una serie de sublevaciones militares: en Sveaborg, en Kronstadt, en varios buques de guerra, en diferentes regimientos; reanudóse en proporciones jamás conocidas el terrorismo revolucionario contra las altas autoridades. El zar escribe en su diario: «9 de julio, domingo. ¡Ya está hecho! Hoy ha quedado disuelta la Duma. Durante el almuerzo, después de la misa, veíanse muchas caras largas... El tiempo era magnífico. durante el paseo nos encontramos al viejo Micha, que llegó ayer de Gachina. Antes de comer, y durante toda la tarde, me dediqué a leer tranquilamente. Un paseo en canoa...» Nos dice que se paseó y precisamente en canoa; en cambio, no siente la necesidad de concretar lo que leyó. Y así, una vez y otra, y otra.

Seguimos copiando de las hojas de aquellos días preñados de incertidumbre: «14 de julio. Después de vestirme, me fui en bicicleta al balneario y me bañé con deleite en el mar.» «15 de julio. Me he bañado dos veces. Hacía mucho calor. He comido sólo con mi mujer. La tormenta ha pasado.» «19 de julio. Me he bañado por la mañana. He recibido visitas en la granja. El tío Vladimir y Chagin almorzó con nosotros.» Las sublevaciones, los atentados terroristas sólo le sugieren una ligerísima consideración: «¡bonitas cosas!», que asombra por su baja impasibilidad, y rayana en el cinismo si fuese inconsciente.

«A las nueve y media de la mañana nos trasladamos al regimiento del Caspio... He paseado durante largo rato. El tiempo era espléndido. Me he bañado en el mar. Después del té, recibí a Lvov y Gruchkov.» Y no dice ni una palabra de que aquella entrevista tan desusada de los dos liberales se relacionaba con los planes de Stolipin para atraer a su gabinete a los políticos de la oposición. El príncipe Lvov, futuro presidente del gobierno provisional, dijo refiriéndose a esta visita: «Cuando esperaba ver al monarca abatido por el infortunio, ¡cuál no sería mi sorpresa al encontrarme con que salía a mi encuentro un hombrecillo alegre y desahogado con una blusa de color frambuesa!»

El horizonte mental del zar no llegaba más allá que el de un modesto funcionario de policía, con la diferencia de que éste, pese a todo, conocía mejor la realidad y no vivía atosigado por la superstición. El único periódico que durante muchos años leyó Nicolás II y del que nutría sus ideas era un semanario editado con fondos oficiales por el príncipe Mecherski, hombre ruin y venal a quien despreciaban hasta en la misma pandilla de burócratas reaccionarios a que pertenecía. Por delante del zar cruzaron dos guerras y dos revoluciones, sin que estos acontecimientos dejasen la menor huella en su horizonte mental: entre su conciencia y los acontecimientos se alzaba constantemente el velo impenetrable de la indiferencia.

De Nicolás II se decía, no sin razón, que era un fatalista. Conviene, sin embargo, advertir que este fatalismo era todo lo contrario a la fe activa en su «estrella»; Nicolás II se tenía por un hombre de mala suerte. Su fatalismo no era más que una manera de defenderse pasivamente del proceso histórico y se daba la mano con un despotismo mezquino en sus motivos sicológicos, pero monstruos en sus consecuencias.

«Lo quiero yo, y así tiene que ser.» «Esta divisa -escribe el conde Witte- se manifestaba en todos los actos de aquel gobernante débil de voluntad, a quien su debilidad llevó a todo lo que caracteriza su reinado: un derramamiento constante y, en la mayor parte de los casos, absolutamente innecesario de sangre, más o menos inocente...»

Alguna vez se ha comparado a Nicolás II con el zar Pablo, aquel antepasado suyo medio loco, estrangulado por la camarilla, de acuerdo con su propio hijo, Alejandro «el bendito». Y no deja de haber, en efecto, entre estos dos Romanov cierta afinidad: la de su desconfianza hacia todo el mundo, nacida de la falta de confianza en sí propios; la suspicacia de la nulidad omnipotente; el sentimiento del que se cree despreciado por todos, casi podría uno decir que su conciencia de parias coronados. Pero el zar Pablo era incomparablemente más pintoresco. En su locura había un elemento de imaginación, aunque fuera irresponsable. En su descendiente todo es gris, sin un solo destello.

Nicolás II no sólo inconstante, sino que también era perjuro. Sus aduladores le llamaban charmeur, un hombre encantador, por la dulzura con que trataba a los palaciegos. Pero es el caso que el zar se mostraba especialmente amable con aquellos dignatarios a quienes había decidido despachar: cuando el ministro, encantado y fuera de sí por la amabilidad con que el zar le había recibido volvía a casa, se encontraba muchas veces con una carta notificándole la destitución. Era una especie de jugada con que el monarca quería vengarse, sin duda, de su insignificancia.

Nicolás II no podía ver a ningún hombre de talento. No se sentía a gusto más que entre las nulidades y los deficientes mentales, junto a los santurrones y personas endebles a quienes él pudiese mirar de arriba abajo. Tenía su orgullo, pero no era un orgullo activo y refinado, sino indolente, sin un átomo de iniciativa propia, y cuyo móvil era un sentimiento de envidia puesto siempre en guardia. Elegía a sus ministros ateniéndose al principio de dejarse resbalar cada vez más bajo. A los hombres de talento y de carácter sólo acudía en los caso extremos, cuando no tenía más remedio, como se hace con el cirujano, que sólo se le llama cuando se trata de salvar la vida. Así sucedía primero con Witte y luego con Stolipin. El zar los trataba a ambos con hostilidad mal disimulada. Y, apenas vencía el foco agudo de la situación, se apresuraba a desembarazarse de unos consejeros que estaban demasiado por encima de él. Y tan sistemática y radical era esta selección al revés, que el presidente de la última Duma, Rodzianko, se atrevió a decir al zar, el y de enero de 1917, cuando la revolución llamaba ya a las puertas: «Señor, a vuestro alrededor no ha quedado un solo hombre honrado ni digno de confianza: los mejores han sido alejados o se han ido, quedándose tan sólo los que gozan de dudosa reputación.»

Todos los esfuerzos de la burguesía liberal para entenderse con Palacio eran fallidos. El incansable y camorrista Rodzianko intentaba sacudir la modorra del zar con sus informes. Pero ¡todo inútil! El zar pasaba por alto los argumentos, incluso las insolencias, preparando en silencio la disolución de la Duma. El gran duque Dimitri, antiguo favorito del zar y futuro copartícipe en el asesinato de Rasputin, se lamentaba, con su cómplice el príncipe Yusupov, de que el zar demostraba cada día más indiferencia ante cuanto le rodeaba. Dimitri se inclinaba a creer que le habían dado al monarca algún brebaje para adormecerle. Por su parte, el historiador liberal Miliukov escribe: «Corrían rumores de que este estado de apatía mental y moral del zar provenía del abuso del alcohol.» Invenciones todo o exageraciones. El zar no tenía necesidad de recurrir a narcóticos, pues llevaba en la sangre el «bebedizo» fatal. Lo que ocurre es que sus efectos tenían que suscitar por fuerza asombro en instante como aquellos en que la crisis interna del país iba fraguando la revolución. Rasputin, que era un buen sicólogo, solía decir lacónicamente cuando hablaba del zar: «Le falta un tornillo.»

Aquel hombre apagado, impasible, «bien educado», era un hombre cruel. Pero n con esa crueldad activa, proyectada sobre fines históricos, de un Iván el Terrible o de un Pedro el Grande -hombres con los que no tenía la menor afinidad Nicolás II-, sino con la crueldad cobarde del último vástago aterrorizado ante la tragedia fatídica de su propio destino. Ya en los albores de su reinado, Nicolás II tributó un elogio a los «bravos soldados» por haber ametrallado a los obreros. Solía leer «con placer» los informes en que la Dirección de policía daba cuenta de haberse azotado a latigazos a las estudiantes de «pelo corto» (2), o relataba los progromos judíos en que se machacaba el cráneo a hombres indefensos. Aquel monstruoso coronado sentíase atraído con toda el alma por la hez de la sociedad, por aquellos matones de las «centurias negras», y no sólo les pagaba espléndidamente sus servicios de las arcas del Estado, sino que gustaba de conversar afectuosamente con ellos, oyéndole relatar sus hazañas y perdonándoles piadosamente cuando remataban a algún diputado de la oposición. Witte, que subió al poder en pleno período represivo de la primera revolución, escribe en sus Memorias: «Cuando las noticias de las hazañas insensatamente crueles perpetradas por los cabecillas de esas bandas llegaban a oídos del zar, merecían indefectiblemente su aprobación y encontraban en él defensa.» Despachando una reclamación del general-gobernador de los países bálticos pidiendo que se llamase la atención de cierto capitán Richter, que «ha ejecutado por iniciativa propia, sin previa formación de causa, a personas que no habían opuesto resistencia alguna», el zar estampó al margen del informe: «¡bravo muchacho!» Estímulos de éstos nos los encontramos a montones. Aquel hombre «encantador», abúlico, sin aspiraciones, sin imaginación, era más terrible que todos los tiranos de la historia antigua y moderna.

El zar hallábase enormemente influido por la zarina, influencia que fue creciendo con los años y las dificultades del gobierno. Los dos juntos formaban una especie de todo orgánica. Esta unión es una de tantas pruebas que patentizan hasta qué punto, bajo la presión de las circunstancias, lo personal encuentra complemento en lo colectivo. Pero digamos algo acerca de la zarina.

Maurice Paleologue, embajador francés en Petrogrado durante la guerra, un sicólogo muy agudo, sin duda, para los académicos franceses y las porteras de su país, hace un retrato pulcro y lamido de la última zarina: «La desazón moral, la tristeza crónica, una melancolía ilimitada, un tránsito constante de la exaltación al abatimiento, sus ideas atormentadoras acerca del mundo invisible y ultraterrenal, en superstición, ¿acaso todos estos rasgos, que de un modo tan acusado se manifiestan en la personalidad de la zarina, no son también los rasgos genuinos del pueblo ruso?» Por muy extraño que parezca, en el fondo de esta dulzona adulación se encierra un granito de verdad. No en vano el satírico ruso Saltikov llamaba a los ministros y gobernadores de la serie de los barones bálticos «alemanes con alma rusa»; no cabe duda que precisamente estos extranjeros, que no tenían la menor afinidad con el pueblo ruso, fueron los que engendraron el tipo más depurado de administrador ruso de «pura raza».

Pero, ¿por qué el pueblo sentía un odio tan franco contra esta zarina, que, según Paleologue, encarnaba de un modo tan completo su propia alma? La contestación es harto sencilla: para justificar la nueva situación en que se encontraba colocada, aquella alemana se asimilaba con fría pasión todas las tradiciones e inspiraciones de la Edad Media rusa, la más inteligente y la más ruda del mundo, en una época en que el pueblo se debatía desesperadamente por emanciparse de la propia barbarie medieval. Aquella princesa de Hesse estaba literalmente poseída por el demonio de la autocracia: exaltada desde su rincón provinciano a las alturas del despotismo bizantino, no quería descender por nada del mundo de su trono de autócrata. La Iglesia ortodoxa le brindó la mística y la magia de que necesitaba su nueva estrella. Y cuanto más al desnudo aparecía la indignidad del viejo régimen, más firmemente creía la zarina en su misión. Dotada de un carácter fuerte y de capacidad para la exaltación seca y dura, la zarina completaba al abúlico zar, dominándolo.

El 17 de marzo de 1916, un año antes de que estallara la revolución, cuando el país mártir se revolcaba ya atenazado por la derrota y la ruina, la zarina escribía a su marido, al Cuartel general: «... No debes dar pruebas de blandura, nombrar un gobierno responsable, etc.., hacer todo lo que ellos quieren. Son tu guerra y tu paz, tu honor y el de nuestra patria y no los de la Duma, los que se ventilan. Ellos no tienen derecho a pronunciar ni una palabra respecto a estas cuestiones.» Por lo menos, era un programa rotundo y escueto, y por serlo, acababa siempre por imponerse a las vacilaciones constantes del zar.

Cuando Nicolás II salió a ponerse al frente del ejército como generalísimo ficticio, la zarina tomó en sus manos, de hecho, las riendas del gobierno interior del país: los ministros despachaban con ella, ni más ni menos que si se tratara de una reina gobernadora. La zarina, con su camarilla, conspiraba contra la Duma, contra los ministros, contra los generales del estado mayor, contra todo el mundo, hasta contra el propio zar. El 6 de diciembre de 1916, escribíale al monarca: «... Puesto que ya has dicho que querías retener a Protopopov, no dejes que se atreva (se refiere a Trépov, el primer ministro) a pronunciarse contra ti, de un puñetazo sobre la mesa, no hagas concesiones, demuestra que eres el amo, cree a tu dura mujercita y cita a nuestro amigo, ten fe en nosotros.» Tres días después vuelve a insistir: «Sabes que la razón está de tu parte, mantén la cabeza alta, ordena a Trépov que trabaje de acuerdo con él..., da un puñetazo sobre la mesa.» Estas frases parecen cosa de invención; pero no, no inventamos nada, están tomadas al pie de la letra de cartas auténticas de la zarina. Además, aunque se quisiera, la invención no podría llegar a tanto.

El 13 de diciembre, la zarina escribe nuevamente al zar, volviendo sobre sus sugestiones: «Todo menos el gobierno responsable con el que sueña insensatamente todo el mundo. Esto está todo más tranquilo y mejor; pero la gente quiere que sientes el puño. ¡Qué sé yo cuánto tiempo hace que oigo por todas partes lo mismo!; a Rusia le gusta sentir el escozor del látigo, lo pide su cuerpo.» Aquella princesa de Hesse convertida a la religión ortodoxa, educada en Windsor y coronada con la tiara bizantina, no sólo «encarna» el alma rusa, sino que la desprecia orgánicamente, su cuerpo pide el látigo, escribía la zarina rusa al zar ruso del pueblo de Rusia, dos meses y medio antes de que la monarquía se sepultara para siempre en el abismo.

La zarina, superior a su marido en carácter, no lo era en inteligencia, sino acaso inferior y más inclinada todavía que él a buscar la sociedad de los simples de espíritu. La íntima y jamás desmentida amistad que les unía a ambos con la Wirubova, una dama de palacio, nos da la medida del calibre espiritual de la pareja autocrática. La propia Wirubova se calificaba a sí misma de tonta, sin que en ello hubiese, por cierto, asomo de modestia. Witte, a quien no se le puede negar el ojo certero, decía de ella que era como «una señorita petersburguesa vulgar y necia, y además fea, con una cara que parecía una burbuja de manteca al derretirse». El zar y la zarina se pasaban horas enteras charlando, consultando los negocios públicos y manteniendo correspondencia con esta mujer, a la que cortejaban servilmente, deshaciéndose en reverencias, los viejos dignatarios, los embajadores y los financieros, y que, aunque tonta, tenía el talento suficiente para no olvidarse de llenar el bolsillo y tener más influencia en la vida política que la Duma imperial y todos los ministros juntos.

Pero la Wirubova no era más que el «medium» del «Amigo», aquel «Amigo» cuya autoridad campeaba sobre los tres. «... Ésta es mi opinión personal -escribe la zarina al zar-, ya veremos lo que piensa nuestro «Amigo».» La opinión del «Amigo» no era ya personal, sino decisiva. «Me ratifico en lo dicho -repite la zarina unas cuantas semanas después-. Óyeme a mí, es decir, a nuestro «Amigo» y confía en nosotros para todo... Sufro por ti como si fueras un niño pequeñito y débil, que necesita que le guíen, pero que presta oído a malos consejeros, mientras el hombre enviado por Dios le dice lo que hay que hacer.»

«...Con las oraciones y la ayuda de nuestro «Amigo», todo se arreglará.»

«Si no le tuviéramos a él, ya haría tiempo que todo habría terminado, estoy completamente persuadida de ello.»

El, el Amigo, el enviado por Dios, era Grigori Rasputin.

Durante todo el reinado de Nicolás II y de Alejandra no cesaron de desfilar por Palacio adivinos y epilépticos traídos de todos los ámbitos de Rusia y hasta de otros países. Había proveedores de la real casa encargados especialmente de suministrar esa mercancía, y que se congregaban en torno al oráculo de turno, rodeando al monarca de una especie de Cámara alta todopoderosa. Había de todo: viejas beatas con título de marquesas, dignatarios que ambicionaban algún empleo y financieros que tomaban en arriendo a gabinetes enteros. Los jerarcas de la Iglesia ortodoxa, celosos de esta competencia intrusa ejercida por hipnotizadores y adivinos sin patente oficial, se apresuraban a abrirse caminos propios en aquel santuario central de la intriga. Witte llamaba a esta pandilla gobernante, contra la que se estrelló por dos veces, «la camarilla palaciega de los leprosos».

Cuanto más se aislaba la dinastía y más abandonado se sentía el monarca, mayor era la necesidad que sentía del auxilio del cielo. Hay tribus salvajes que para llamar al buen tiempo hacen girar en el aire una tablilla atada al extremo de un hilo. El zar y la zarina usaban estas tablillas para los fines más diversos. El vagón del zar estaba literalmente cubierto de imágenes y cuadritos de santos y de toda clase de objetos de culto, con los que quiso hacerse frente, primero, a la artillería japonesa y, luego, a la alemana.

El nivel de los medios palatinos no había variado gran cosa, en realidad, de una en otra generación. Bajo Alejandro II, llamado «el Emancipador», los grandes duques creían sinceramente en los duendes y en las brujas. Bajo Alejandro III seguía todo igual, aunque más en calma. La «camarilla de leprosos» existió siempre. Lo único que variaba era su composición y sus procedimientos. Nicolás I no creó aquella atmósfera de medievalismo salvaje, sino que la heredó de sus antepasados. Lo que ocurre es que durante aquellos años el país se fue modificando, los problemas se complicaron, se elevó el nivel de cultura y la camarilla palaciega quedó rezagada. Si la monarquía, bajo la presión del exterior, se veía obligada a hacer concesiones a las nuevas fuerzas, interiormente no había conseguido, ni mucho menos, modernizarse; al contrario, se encerraba en sí misma, y el espíritu medieval se fue coagulando bajo la acción de la hostilidad y del miedo, hasta convertirse en una pesadilla repugnante que se cernía sobre el país.

El 1 de noviembre de 1905, en el momento más crítico de la primera revolución, el zar escribe en su diario: «He conocido a un santo llamado Grigori, de la provincia de Tobolsk.» Era Rasputin, campesino siberiano, con un rasguño rebelde a cerrarse en la cabeza, recuerdo de los golpes recibidos en sus tiempos de cuatrero. Presentado en Palacio en el momento propicio, el «santo» no tardó en encontrar auxiliares de alto copete, o, por mejor decir, fueron ellos los que le encontraron a él, y así se fue formando una nueva pandilla gobernante, que se adueño enérgicamente de la voluntad de la zarina y, por medio de ella, de la del zar.

En las altas esferas de la sociedad peterburguesa hablábase ya sin recato, desde el invierno de 1913-1914, de que todos los altos nombramientos, los contratos de suministros y concesiones pasaban por la camarilla de Rasputin. El staretz iba convirtiéndose poco a poco en una institución pública. La policía le guardaba las espaldas celosamente, y los ministerios rivales tenían las miradas fijas en él. Los agentes del Departamento de policía llevaban un diario de su vida, en que no faltaba un solo detalle; por ejemplo, que al visitar Pokrovski, su pueblo natal, Rasputin, en estado de embriaguez, se había liado a golpes con su padre en medio de la calle, dejándolo ensangrentado. Aquel mismo día, 9 de septiembre de 1915, Rasputin enviaba dos afectuosos telegramas, uno a Tsarskoie-Selo a la zarina; otro al Cuartel general, para el zar.

Los agentes registraban día tras día, en un lenguaje épico, las andanzas del «Amigo». «Hoy ha vuelto a casa a las cinco de la mañana, completamente ebrio.» «La noche del 25 al 26 la pasó en casa de Rasputin la artista V.» Ha llegado con la princesa D (esposa de un gentilhombre de cámara del palacio del zar) al hotel Astoria...» Y a poco: «Ha vuelto a casa, procedente de Tsarskoie-Selo, cerca de las once de la noche.» «Rasputin ha llegado a casa con la princesa Ch, muy embriagado, y en seguida volvieron a salir juntos.» Y al día siguiente, por la mañana o por la tarde, el viaje a Tsarskoie-Selo. A la pregunta afectuosa del policía de por qué el staretz está hoy tan pensativo, contesta: «No sé qué hacer: si convocar la Duma o no convocarla.» Otro asiento: «Llegó a casa a las cinco de la mañana bastante embriagado.» Siempre la misma melodía, durante meses y años, una melodía en que no había más que tres notas: «Bastante embriagado», «Muy embriagado» y «Completamente embriagado». El general de la gendarmería, Klobachev, reunía y refrendaba con su firma estas noticias, tan trascendentes para la vida del Estado.

La influencia de Rasputin se mantuvo en su apogeo durante seis años, los últimos de la monarquía. «Su vida en Petersburgo -cuenta el príncipe Yusupov, copartícipe hasta cierto punto de ella y, más tarde, asesino de Rasputin- se había convertido en una fiesta continua, en la borrachera inacabable de un presidiario a quien de pronto, inesperadamente, se le viene la dicha a las manos.» «Tenía en mi poder -escribe el presidente de la Duma, Rodzianko- una gran cantidad de cartas escritas por madres cuyas hijas habían sido deshonradas por aquel desvergonzado libertino.» El metropolita de Petrogrado, Pitirim, y el arzobispo Varnava, casi analfabeto, debían sus puestos a Rasputin. El procurador del Santo Sínodo, Sabler, permaneció en el cargo durante largo tiempo por voluntad del staretz, y él fue también el que impulsó la destitución del primer ministro Kokovtsvev, que no había querido recibirle. Rasputin nombró a Sturmer presidente del Consejo de ministros; a Protopopov, ministro de la Gobernación; a Raiev, nuevo procurador del Sínodo, y así a muchos más. El embajador de la República francesa, Paleologue, solicitó una entrevista con Rasputin. Cuando estuvo delante de él le besó, exclamando: Voilà un véritable illuminé!, todo por ganar el corazón de la zarina para la causa de Francia. El judío Simanovich, agente financiero del staretz, fichado por la policía como jugador y usurero, hizo nombrar ministro de Justicia, por mediación de Rasputin, a un sujeto llamado Dobrolovski, que era, sencillamente, un ladrón. «No dejes de ver la pequeña lista que te acompaño -escribe la zarina al zar, hablándole de los nuevos nombramientos-. Nuestro «Amigo» me pide que hables de todo esto con Protopopov.» Dos días después: «Nuestro «Amigo» dice que Sturmer puede seguir siendo presidente del Consejo de Ministros durante algún tiempo.» Y a poco: «Protopopov siente una verdadera veneración por nuestro «Amigo», y el cielo le bendecirá.»

En uno de aquellos días en que los agentes de la policía registraban cuidadosamente el número de botellas y de mujeres, la zarina escribía, toda afligida, al zar: «Acusan a Rasputin de besar a las mujeres y de otras cosas por el estilo. Lee los Apóstoles y verás cómo besaban a todo el mundo como saludo.» Seguramente que el argumento de los Apóstoles no hubiera convencido a los agentes encargados de vigilar al staretz. En otra carta, la zarina va todavía más allá: «Durante la lectura del Evangelio -escribe- he pensado mucho en nuestro «Amigo» al ver cómo los escribas y fariseos perseguían a Cristo, fingiendo ser unos hombres perfectos... ¡Qué verdad es aquello de que nadie es profeta en su tierra!»

El comparar a Rasputin con Jesucristo era cosa corriente en aquellas altas esferas, y no tenía nada de particular. El miedo a las poderosas fuerzas de la historia, que amenazaban desencadenarse, era demasiado grande para que los zares pudieran contentarse con un Dios impersonal y con la sombra incorpórea del Cristo de los Evangelios. Necesitaban un nuevo advenimiento del «hijo del hombre». La monarquía, empujada al abismo, agonizante, encontró un Cristo a su imagen y semejanza.

«Si Rasputin no hubiera existido -dijo un hombre del antiguo régimen, el senador Tgantsev- no habría habido más remedio que inventarlo.» En estas palabras hay mucha más substancia de lo que e imaginaba su autor. Si por «golfería» entendemos lo que hay de más antisocial y parasitario en los senos de la sociedad, podremos decir, sin temor a equivocarnos, que la «rasputinada» fue la golfería coronada, en el apogeo de su esplendor.


(1) Alude siempre, en el plural, a él y a la zarina. [NDT]

(2) Las militantes revolucionarias. [NDT.]