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Clásicos de León Trotsky online

Capítulo V. La escuela poética formalista y el marxismo

Capítulo V. La escuela poética formalista y el marxismo

 

Dejando a un lado los débiles ecos de los sistemas ideológicos anteriores a la revolución, la única teoría que se ha opuesto al marxismo en Rusia soviética durante los últimos años es la teoría formalista del arte. Lo paradójico es que el formalismo ruso estaba estrechamente ligado al futurismo ruso y que cuando desde el punto de vista político éste capituló más o menos ante el comunismo, el formalismo manifestó con todas sus fuerzas su oposición teórica al marxismo.

Viktor Sklovsky es a un tiempo el teórico del futurismo y el jefe de la escuela formalista. Según su teoría, el arte ha sido siempre el resultado de formas puras autosuficientes, hecho que ha sido reconocido por vez primera por el futurismo. Es, por tanto, el primer arte consciente de la historia, y la escuela formalista la primera escuela de arte científica. Gracias a los esfuerzos de Sklovsky -y no es éste su menor mérito-, la teoría del arte y en parte el arte mismo han conseguido alzarse por fin del estadio de la alquimia al de la química. El heraldo de la escuela formalista, el primer químico del arte, da de pasada algunas palmaditas amistosas a estos futuristas “conciliadores” que buscan un puente hacia la revolución y que tratan de encontrarlo en la concepción materialista de la historia. Tal extremo no es necesario: el futurismo se basta a sí mismo.

Tenemos que detenernos un instante sobre esta escuela por dos razones. En primer lugar, por ella misma: pese a todo cuanto tiene de superficial y de reaccionario la teoría formalista del arte, parte del trabajo de búsqueda de los formalistas es realmente útil. La segunda razón es el futurismo: por gratuitas que sean las pretensiones de los futuristas de ser los únicos representantes del arte nuevo, no se puede excluir al futurismo de la evolución que lleva al arte del mañana.

¿Qué es la escuela formalista?

Tal como ahora está representada por Sklovsky, Jirmunski, Jakobson y algunos otros, es en primer lugar un aborto insolente. Tras proclamar que la esencia de la poesía era la forma, esta escuela refiere su tarea a un análisis esencialmente descriptivo y semiestadístico, de la etimología, y de la sintaxis de las obras poéticas, a una cuenta de las vocales, las consonantes, las sílabas y los epítetos que se repiten. Este trabajo parcial, que los formalistas no temen en denominar “ciencia formal de la poesía” o “poética” es indiscutiblemente necesario y útil, siempre que se comprende el carácter parcial, accesorio y preparatorio. Puede convertirse en un elemento esencial de la técnica poética y de las reglas del oficio. Por la misma razón que es útil al poeta, al escritor en general, hacer listas de sinónimos y aumentar el número para ampliar sus registros verbales, también es útil para el poeta -es más, indispensable- valorar una palabra no sólo según su significación intrínseca, sino también según su valor acústico, puesto que esa palabra se transmite a otro debido especialmente a la acústica. Los métodos formalistas, mantenidos en límites razonables, pueden ayudar a clarificar las particularidades artísticas y psicológicas de la forma (su economía, su movimiento, sus contrastes, su hiperbolismo, etc.). A su vez, estos métodos pueden abrir al artista otra vía -una vía más- hacia la aprehensión del mundo, y facilitar el descubrimiento de las relaciones de dependencia de un artista o de toda una escuela artística respecto al medio social. En la medida en que se trata de una escuela contemporánea, viva y que continúa desarrollándose, es necesario, en la época transitoria en que vivimos, probarla por medio de análisis sociales y sacar a luz sus raíces de clase. De esta forma no sólo el lector, sino la escuela misma podrá orientarse, es decir, conocerse, aclararse y dirigirse.

Pero los formalistas se niegan a admitir que sus métodos no tienen más valor que el accesorio, utilitario y técnico, semejante al de la estadística para las ciencias biológicas. Van mucho más lejos: para ellos, las artes de la palabra encuentran su cima en la palabra, como las artes plásticas, en el color. Un poema es una combinación de sonidos, un cuadro una combinación de manchas, y las leyes del arte son las de esas combinaciones. El punto de vista social y psicológico, que para nosotros es el único que presta un sentido al trabajo microscópico y estadístico sobre la materia verbal, no es más que alquimia para los formalistas.

“El arte ha sido siempre independiente de la vida, y su color no ha reflejado nunca el color de la bandera que flota sobre la fortaleza de la ciudad” (Sklovsky). “La exactitud en la expresión, en la masa verbal, es el momento único, esencial, de la poesía” (R. Jakobson, en La poesía rusa de hoy). “Desde el instante en que hay una forma nueva, hay un contenido nuevo. La forma determina de este modo el contenido” (Krutchenykh). “La poesía es la formalización de la palabra, que es válida en sí o, como dice Klebnikov, que es autónoma"“ (Jakobson), etc.

Los futuristas italianos buscaron en las palabras un instrumento de expresión para el siglo de la locomotora, de la hélice, de la electricidad, de la radio, etc. En otros términos, buscaban una forma nueva para el nuevo contenido de la vida. Pero, según parece, “era una reforma en los dominios del reportaje y no en los dominios del lenguaje poético” (Jakobson). Todo lo contrario ocurre en el futurismo ruso; lleva a sus últimas conclusiones “la sumisión a la masa verbal”. Para el futurismo ruso la forma determina el contenido.

Por supuesto, Jakobson se ve obligado a admitir que “una serie de nuevos métodos poéticos hallan su aplicación (¿) en el urbanismo”. Pero ésta es su conclusión: “De ahí los poemas urbanistas de Maiakovsky y de Klebnikov.” En otros términos, ¡no es el urbanismo lo que tras haber sorprendido la mirada y el oído del poeta o tras haberlos reeducado ha inspirado a éste una forma nueva, imágenes nuevas, epítetos nuevos, un ritmo nuevo, sino antes bien es la nueva forma que, nacida espontáneamente (de forma “autónoma”), ha obligado al poeta a buscar un material apropiado y, entre otras cosas, le ha impulsado en dirección a la ciudad! El desarrollo de la “masa verbal” ha pasado espontáneamente de la Odisea a La nube en pantalones: la antorcha, la vela, y luego la lámpara eléctrica no son nada para él. Basta con formular claramente este punto de vista para que su pueril inconsciencia salte a la vista. Pero Jakobson trata de insistir; de antemano responde que incluso en Maiakovsky encontramos versos como éstos: “Abandonad las ciudades, estúpidos humanos.” Y al teórico de la escuela formalista se le ocurre este profundo razonamiento: “¿Ante qué estamos? ¿Ante una contradicción lógica? Que sean otros los que atribuyan al poeta los pensamientos expresados en sus obras. Incriminar a un poeta por las ideas y los sentimientos es una actitud tan absurda como la del público medieval que golpeaba al actor que había desempeñado el papel de Judas.” Y así para todo lo demás.

Es evidente que todo esto ha sido escrito por un estudiante muy dotado que tiene la intención más evidente y más “autónoma” de “endilgarle un plumazo a nuestro profesor de literatura, pedante notorio”. Pero nuestros osados innovadores, tan hábiles para clavar su pluma, son incapaces de servirse de ella para realizar un trabajo teórico correcto. No resulta difícil demostrarlo.

Evidentemente, el futurismo ha sentido las sugerencias de la ciudad, del tranvía, de la electricidad, del telégrafo, del automóvil, de la hélice, del cabaret (sobre todo del cabaret) mucho antes de haber encontrado su nueva forma. El urbanismo está profundamente instalado en el subconsciente del futurismo, y los epítetos, la etimología, la sintaxis y el ritmo del futurismo no son más que un intento por dar una forma artística al nuevo espíritu de las ciudades que se ha adueñado de la conciencia. Y si Maiakovsky exclama: “Abandonad las ciudades, estúpidos humanos”, ahí tenemos el grito de un hombre de la ciudad, de un hombre urbanizado hasta la médula de los huesos; precisamente cuando “abandona la ciudad” para ir a su casa de campo demuestra con toda claridad y visiblemente que es un hombre de la ciudad.

Aquí no se trata de “incriminar” (qué poco a pelo viene esta palabra) a un poeta por las ideas y sentimientos que expresa. Por supuesto, sólo gracias a la manera en que se expresa, un poeta se convierte en poeta. Pero a fin de cuentas, el poeta, en la lengua de escuela que haya adoptado o que haya creado por sí mismo, cumple las tareas que están situadas fuera de él. Y esto es cierto incluso si se limita al estrecho círculo del lirismo: su amor personal y su propia muerte.

Los matices individuales de la forma poética corresponden evidentemente a los rasgos del espíritu individual, pero al mismo tiempo se acomodan a la imitación y a la routine, tanto en el dominio de los sentimientos como en la forma de expresarles. Una nueva forma artística, tomada en sentido histórico amplio, nace en respuesta a necesidades nuevas. Para permanecer en el círculo de la poesía lírica íntima, puede decirse que entre la psicología del sexo y un poema sobre el amor se inserta un sistema complejo de mecanismos psíquicos de transmisión de los que forman parte los elementos individuales, hereditarios y sociales. El fundamento hereditario, sexual, del hombre cambia lentamente. Las formas sociales de amor cambian con mayor rapidez. Afectan a la superestructura psíquica del amor, producen nuevos matices y nuevas entonaciones, nuevas demandas espirituales, la necesidad de un vocabulario nuevo, y con ello presentan nuevas exigencias a la poesía. El poeta no puede encontrar un material de creación artística más que en su medio social y transmite los nuevos impulsos de la vida a través de su propia conciencia artística. El lenguaje, modificado y complicado por las condiciones urbanas, da al poeta un nuevo material verbal, sugiere o facilita nuevas combinaciones de palabras para la formulación poética de pensamientos nuevos o un sentimiento nuevo que trata de horadar la corteza oscura del subconsciente. Si no hubiera cambios psíquicos engendrados por los cambios del medio social, tampoco habría movimiento en arte: las gentes de generación en generación proseguirán satisfaciéndose con la poesía de la Biblia o de los antiguos griegos.

Pero entonces, exclama el filósofo del formalismo arrojándose sobre nosotros, se trata simplemente de una forma nueva “en el terreno del reportaje y no en el terreno del lenguaje poético”. ¡Ay, nos ha fulminado! Si eso le causa placer, pues sí, la poesía es reportaje, pero reportaje de alto estilo.

Las querellas sobre el “arte puro” y sobre el arte dirigido eran propias de los liberales y populistas. No son dignas de nosotros. La dialéctica materialista está por encima; para ella, desde el punto de vista del proceso histórico objetivo, el arte es siempre un servidor social, históricamente utilitario. Encuentra el ritmo de las palabras necesario para expresar sentimientos sombríos y vagorosos, acerca el pensamiento y el sentimiento, o los opone, enriquece la experiencia espiritual del individuo y de la colectividad, afina el sentimiento, lo hace más flexible, más sensible, le presta mayor resonancia, amplifica el volumen del pensamiento gracias a la acumulación de una experiencia que trasciende la escala personal, educa al individuo, al grupo social, a la clase, a la nación. Y lo hace sin que le importe saber si en su corriente actual trabaja bajo la bandera del arte “puro” o la de un arte abiertamente tendencioso. En nuestro desarrollo social ruso, el arte de tendencia fue la bandera de una intelligentsia que trataba de vincularse al pueblo. Impotente, aplastada por el zarismo, privada de medio cultural, buscando un apoyo en las capas inferiores de la sociedad, la intelligentsia se esforzaba por demostrar al “pueblo” que ella no pensaba sino en él, que no vivía más que para él, y que le amaba “terriblemente”. Igual que los populistas que “iban al pueblo” estaban dispuestos a prescindir de la ropa limpia, del peine y del cepillo de dientes, la intelligentsia estaba dispuesta a sacrificar en su arte las “sutilezas” de la forma para dar la expresión más directa e inmediata de los sufrimientos y de las esperanzas de los oprimidos. Para la burguesía ascendente, por el contrario, que no podía presentarse de modo abierto como burguesía y que al mismo tiempo se esforzaba por conservar a la intelligentsia a su servicio, el arte “puro” fue una bandera completamente natural. El punto de vista marxista se halla muy lejos de estas tendencias que fueron históricamente necesarias. Limitándonos al plano de la investigación científica, el marxismo busca con tanto interés las raíces sociales del arte “puro” como las del arte de tendencia. No “incrimina” en modo alguno al poeta por los pensamientos y sentimientos que expresa, sino que se plantea cuestiones de una significación mucho más profunda; a saber: ¿A qué orden de sentimientos una forma dada de una obra de arte corresponde en todas sus particularidades? ¿A qué condiciones sociales se deben estos pensamientos y estos sentimientos? ¿Qué lugar ocupan en el desarrollo histórico de la sociedad, de la clase? Y por último, ¿cuáles son los elementos de la herencia literaria que han participado en la elaboración de la forma nueva? ¿Bajo la influencia de qué impulsos históricos los nuevos complejos de sentimientos y de pensamientos han roto la concha que los separaba de la esfera de la conciencia poética? La búsqueda puede hacerse más compleja, más detallada, más individualizada, pero siempre tendrá como idea esencial el papel subsidiario que el arte desempeña en el proceso social.

En arte, cada clase tiene su política, variable con el tiempo, es decir, un sistema propio según el cual presentará sus exigencias el arte: mecenazgo de las cortes y de los grandes señores, juego automático de la oferta y de la demanda completado por procedimientos complejos de influencia sobre el individuo, etc. La dependencia social e incluso personal del arte no fue disimulada, sino abiertamente declarada durante todo el tiempo que el arte conservó su carácter cortesano. El carácter más amplio, más popular, anónimo, de la burguesía en ascenso condujo, en conjunto y pese a numerosas desviaciones, a la teoría del arte “puro”. En la voluntad tendenciosa de que hemos hablado más arriba, de la intelligentsia populista, había también un egoísmo de clase: sin el pueblo, la intelligentsia era incapaz de tomar raíces, de afirmarse y de conquistar el derecho a jugar un papel en la historia. Pero en la lucha revolucionaria, el egoísmo de clase de la intelligentsia se volvió en sentido opuesto y en su ala izquierda adoptó la forma más alta de la abnegación. Por esto la intelligentsia no sólo no ocultó, sino que proclamó a gritos su voluntad de tendencia, significando más de una vez en su arte el arte mismo, de igual modo que sacrificó muchas otras cosas.

Nuestra concepción marxista del condicionamiento social objetivo del arte y de su utilidad social no significa en modo alguno, cuando se traduce al lenguaje de la política, que queramos regentar el arte mediante decretos y prescripciones. Es falso decir que para nosotros no es nuevo y revolucionario un arte que habla al obrero; en cuanto a pretender que nosotros exigimos de los poetas que describan exclusivamente chimeneas de fábrica o una insurrección contra el capital, es absurdo. Por supuesto, debido a su misma naturaleza, el arte nuevo no podrá dejar de situar la lucha del proletariado en el centro de su atención. Pero el arado del arte nuevo no se limita a un determinado número de surcos numerados; antes bien, debe trabajar y roturar todo el terreno, a lo largo y a lo ancho. Por pequeño que sea, el círculo del lirismo personal tiene incontestablemente derecho a existir en el arte nuevo. Es más, el hombre nuevo no podrá ser formado sin un nuevo lirismo. Pero para crear éste, el poeta debe sentir en sí mismo el mundo de forma nueva. Sí, debido a su abrazo con el mundo, nos encontramos al poeta inclinándose ante el Cristo o Sabaoth en persona (como en el caso de Ajmatova, Zvetaeva, Chkapskaïa y otros), esto no hace sino testimoniar la decrepitud de su lirismo, su inadecuación social, y por tanto estética, para el hombre nuevo. Incluso allí donde esta terminología no tiene una supervivencia profunda, sino que es un retraso en el vocabulario, testimonia al menos un estrañamiento psíquico que basta para oponerla a la conciencia del hombre nuevo. Nadie impondrá ni nadie pretende imponer una temática a los poetas. ¡Escribir todo cuanto se os ocurra! Pero permitid a la nueva clase, que se considera, con alguna razón, llamada a construir un mundo nuevo, deciros en tal o cual caso: si traducís las concepciones del “Domostroï” en el lenguaje de los acmeístas, eso no os hará ser poetas nuevos. En gran medida, la forma del arte es independiente, pero el artista que crea esta forma y el espectador que la gusta no son máquinas vacías; una está hecha para crear la forma y la otra para apreciarla. Son seres vivos, cuya psique está cristalizada y presenta cierta unidad, aun cuando ésta no siempre sea armoniosa. Esta psique es el resultado de las condiciones sociales. La creación y la percepción de las formas artísticas son una de sus funciones. Y cualesquiera que sean las sutilezas a las que se entregan los formalistas, toda su concepción simplista está basada en su ignorancia de la unidad psicológica del hombre social, del hombre que crea y que consume lo que se ha creado.

Lo que el proletariado debe poder encontrar en el arte es la expresión de este nuevo estado de espíritu que recientemente ha comenzado a formarse en él y que el arte debe ayudar a dar forma. No se trata de un decreto estatal, sino dé un criterio histórico. Su fuerza reside en el carácter objetivo de su necesidad histórica. No se puede ni eludirlo ni escapar a su poder. La escuela formalista parece esforzarse, precisamente, por ser objetiva. Está disgustada, y no sin motivo, de la arbitrariedad literaria y crítica que opera sólo en función de los gustos y los rumores. Busca criterios precisos para clasificar las apreciaciones. Pero debido a la estrechez de su punto de vista y al carácter superficial de sus métodos, cae constantemente en supersticiones como la grafología y la frenología. También estas dos escuelas tienen, como se sabe, por meta establecer criterios puramente objetivos para definir el carácter humano, como el número y la redondez de las curvas en la escritura, y las particularidades de las protuberancias en la parte craneana. Es probable que las curvas y las protuberancias tengan efectivamente una relación con el carácter, pero esta relación no es inmediata y está lejos de definir por entero el carácter humano. Este ilusorio objetivismo, que se fundamenta en elementos fortuitos, secundarios o sencillamente insuficientes, conduce de modo inevitable al peor de los subjetivismos. En el caso de la escuela formalista, conduce al fetichismo de la palabra. Tras haber contado los adjetivos, sopesado las líneas y medidos los ritmos, el formalista o se detiene y se calla con el ademán de un hombre que ya no sabe qué hacer consigo mismo, o emite una generalidad, inesperada, que contiene un 5 por 100 de formalismo y un 95 por 100 de la intuición menos crítica.

En el fondo, los formalistas no culminan su forma de considerar el arte hasta su conclusión lógica. Si se considera el proceso de la creación poética sólo como una combinación de sonidos o de palabras y si se quiere uno mantener en este camino para resolver todos los problemas de la poesía, la única fórmula perfecta de la “poética” será ésta: armaos de un diccionario razonado y cread, mediante combinaciones y permutaciones algebraicas, de los elementos del lenguaje, todas las obras poéticas pasadas y por venir. Al razonar “formalmente” se puede llegar a Eugenio Oneguin por dos caminos: bien subordinando la elección de los elementos del lenguaje a una idea artística preconcebida, como hizo Pushkin, o bien resolviendo el problema algebraicamente. Desde el punto de vista “formalista”, el segundo método es más correcto, porque no depende del estado de espíritu, de la inspiración o de otros elementos precarios de ese género, y tiene además la ventaja, al llevarnos hasta Eugenio Oneguin, de poder conducirnos, al mismo tiempo, a un número incalculable de grandes obras. Todo lo que se necesita es un tiempo ilimitado, es decir, la eternidad. Pero como ni la humanidad, ni, a fortiori, el poeta individual tienen la eternidad a su disposición, el resorte fundamental de la composición artística seguirá siendo la idea artística preconcebida, comprendida en el sentido más amplio, es decir, a la vez como pensamiento preciso, sentimiento personal o social claramente expresado y vaga disposición del espíritu. En sus esfuerzos hacia la realización artística, esta idea subjetiva será a su vez excitada y estimulada por la forma buscada, y podrá a veces ser impulsada toda entera por un camino que en el punto de partida era totalmente imprevisto. Es decir, en pocas palabras, que la forma verbal no es la reflexión pasiva de una idea artística preconcebida, sino un elemento activo que influencia a la idea misma. Pero este tipo de relación mutua activa, en que la forma influencia el contenido y a veces lo transforma desde el fondo a la superficie, la conocemos en todos los dominios de la vida social e incluso en la vía biológica. No es ésa una razón suficiente para, por ello, rechazar el darwinismo y el marxismo y crear una escuela formalista en biología y en sociología.

Victor Sklovsky, que oscila con la mayor habilidad entre el formalismo verbal y las valoraciones más subjetivas, adopta a un tiempo la actitud más intransigente hacia la definición y el estudio del arte basados en el materialismo histórico. En un opúsculo que ha publicado en Berlín bajo el título de La marcha del Caballero, formula en el espacio de tres breves páginas -la brevedad es el mérito principal y en cualquier caso indiscutible de Sklovsky- cinco argumentos exhaustivos (ni cuatro ni seis, cinco) contra la concepción materialista del arte. Pasaremos revista a estos argumentos, porque es muy útil ver y mostrar qué antiguallas se nos presentan como el último grito del pensamiento científico (con la mayor variedad de referencias científicas en esas tres páginas microscópicas).

“Si el medio y las relaciones de producción influyen el arte -escribe Sklovsky-, los temas artísticos ¿no tendrían que estar vinculados a los lugares a que corresponden esas relaciones? Pero de hecho, los temas no tienen ni lugar ni hogar”. Bueno, ¿y las mariposas? Según Darwin, también ellas “corresponden” a relaciones determinadas y, sin embargo, vuelan de un lugar a otro lo mismo que cualquier escritor libre de movimientos.

Resulta difícil comprender por qué precisamente el marxismo debe condenar los temas artísticos a la esclavitud. El hecho de que los pueblos más diversos y las diversas clases de un mismo pueblo empleen los mismos temas, demuestra simplemente que la imaginación humana es limitada y que el hombre, en todas sus creaciones -incluida la creación artística-, tiende a economizar sus fuerzas. Cada clase trata de utilizar, en la mayor medida posible, la herencia material y espiritual de otra clase. El argumento de Sklovsky podría transferirse perfectamente al terreno de la técnica misma de la producción. Desde los tiempos antiguos el vehículo se ha basado en un solo y mismo tema: los ejes, las ruedas y una carrocería. Sin embargo, el carro del patricio romano se hallaba tan bien adaptado a sus gustos y necesidades como la carroza del conde Orlov, con su comodidad interior, lo estaba al gusto del favorito de Catalina. La carreta del campesino ruso se halla adaptada a las necesidades de su actividad económica, a la fuerza de su pequeño caballo y a las particularidades de las carreteras rurales. El automóvil, que es indiscutiblemente un producto de la nueva técnica, presenta también idéntico “tema”: cuatro ruedas montadas sobre dos ejes. Y, sin embargo, cada vez que, por la noche, en cualquier carretera de Rusia, el caballo de un campesino se espanta, deslumbrado por los faros cegadores de un automóvil, el episodio refleja el conflicto de dos culturas.

“Si el medio se expresara en la novela, la ciencia europea no se rompería la cabeza para saber cuándo fueron compuestos los cuentos de Las mil y una noches, y si lo fueron en Egipto, en la India o en Persia”. Ese es el segundo argumento de Sklovsky. Decir que el medio del hombre, y entre otros del artista -es decir, las condiciones de su vida y de su educación encuentran su expresión en su obra, no quiere decir de modo absoluto que tal expresión tenga un carácter geográfico, etnológico y estadístico preciso. Que resulte difícil decidir si determinadas novelas fueron escritas en Egipto, en la India o en Persia, nada tiene de sorprendente, porque tales países poseen muchas condiciones sociales comunes. Y el hecho de que la ciencia europea “se rompa la cabeza” para resolver esas cuestiones a partir de los textos mismos de las novelas da testimonio precisamente de que reflejan el medio, aunque sea de manera muy deformada. Nadie puede salir de sí mismo. Incluso los delirios de un loco no contienen nada que el enfermo no haya recibido de antemano del mundo exterior. Sólo un psiquiatra experimentado, de espíritu penetrante e informado del pasado del enfermo sabrá encontrar en el contenido del delirio los vestigios deformados y alterados de la realidad. La creación artística no procede, evidentemente, del delirio. Pero también es una alteración, una deformación, una transformación de la realidad según las particulares leyes del arte. Por fantástico que el arte pueda ser, no dispone de ningún otro material que el que le proporciona el mundo de tres dimensiones en que vivimos y el mundo más estrecho de la sociedad de clases. Aun cuando el artista creara el cielo o el infierno, sus fantasmagorías transforman simplemente la experiencia de su propia vida, en la que incluso figura la del alquiler no pagado a su patrona.

“Si las características de casta y de clase se reflejaran en el arte -prosigue Sklovsky-, ¿cómo puede ocurrir que los cuentos clásicos rusos sobre los barines (terratenientes rusos) sean los mismos que los cuentos sobre los popes?”.

En el fondo, ahí no hay más que una paráfrasis del primer argumento. ¿Por qué no pueden ser idénticas las historias sobre los nobles y sobre los popes, y por qué eso va a contradecir al marxismo? Manifiestos escritos por marxistas bien conocidos hablan con frecuencia de terratenientes, de capitalistas, de sacerdotes, de generales y de otros explotadores. El terrateniente se distingue indiscutiblemente del capitalista, pero en determinados casos se les puede meter en un mismo saco. ¿Por qué, pues, el arte popular no podría también, en ciertos casos, meter al barín y al pope en el mismo saco, como representantes de castas que dominan y despojan a los mujiks? En las caricaturas de Moor y de Deny, el pope y el terrateniente aparecen con frecuencia juntos, sin ningún perjuicio para el marxismo.

“Si las características etnográficas se reflejaran en el arte -insiste Sklovsky-, el folklore de diferentes pueblos no sería intercambiable, y los cuentos nacidos en el seno de un pueblo determinado no serían válidos para el vecino”.

¡Mejor me lo pone! ¡El marxismo en modo alguno pretende que los rasgos etnográficos tengan un carácter independiente! Todo lo contrario, insiste en la importancia a todas luces determinante de las condiciones naturales y económicas en la formación del folklore. La semejanza de las condiciones de evolución de los pueblos pastores y campesinos donde el campesinado es preponderante, y la semejanza de las influencias que ejercen unos sobre otros no pueden desembocar en un folklore similar. Y desde el punto de vista de la cuestión que nos interesa, en este caso carece de importancia saber si los temas semejantes han nacido de modo independiente en los distintos pueblos, como reflejo, refractado por el mismo prisma de la imaginación campesina, de una experiencia idéntica en sus rasgos fundamentales, o si, por el contrario, las semillas de los cuentos populares han sido llevadas por un viento propicio de lugar en lugar, enraizando allí donde el suelo se mostraba favorable. En la realidad, estos dos modos probablemente se han combinado.

Por último –“el punto de vista marxista sobre el arte es falso, en quinto lugar, porque...”-, Sklovsky adelanta como argumento independiente el tema concreto del rapto que, desde la comedia griega, ha llegado hasta Ostrovsky. En otras palabras, nuestro crítico repite una vez más, en una forma muy particular, su primer argumento (como puede verse, incluso por lo que concierne a la lógica formal, nuestro formalista no mejora). Sí, los temas emigran de pueblo en pueblo, de clase en clase, e incluso de autor en autor. Lo cual sólo quiere decir que la imaginación humana es ecónoma. Una nueva clase no vuelve a iniciar la creación de toda la cultura, desde el principio, sino que toma posesión del pasado, lo clasifica, lo retoca, lo readapta y continúa construyendo a partir de ahí. Sin esta utilización de la “guardarropía” de ocasión del pasado no habría por regla general movimiento hacia adelante en el proceso histórico. Si el tema del drama de Ostrovsky le ha venido de los egipcios pasando por Grecia, el papel mismo sobre el que ha desarrollado ese tema lo debe al papiro egipcio y luego al pergamino griego. Tomemos otra analogía más cercana a nosotros: el hecho de que los métodos críticos de los sofistas griegos, que fueron los formalistas puros de su época, haya penetrado profundamente en la conciencia de Sklovsky no cambia el hecho de que el propio Sklovsky sea un producto muy pintoresco de un medio social y de una época perfectamente determinados.

La destrucción del marxismo en cinco puntos por Sklovsky nos recuerda mucho esos artículos contra el darwinismo que publicaba la Revista Ortodoxa en sus buenos tiempos. Si la teoría según la cual el hombre desciende del mono era cierta -escribía hace treinta o cuarenta años el docto obispo de Odesa Nikanor-, nuestros antepasados habrían tenido los signos distintivos de una cola, o tal característica sería recordada por sus abuelos y abuelas. En segundo lugar, como todo el mundo sabe, los monos sólo dan nacimiento a monos... En quinto lugar, el darwinismo es falso porque contradice el formalismo..., perdón, quiero decir las decisiones formales de las asambleas de la Iglesia universal. El sabio eclesiástico poseía, sin embargo, una ventaja: era francamente pasadista y tomaba sus argumentos del apóstol Pablo en vez de tomarlos de la física, la química o las matemáticas, como hace, de pasada, el futurista Sklovsky.

Resulta indiscutible que la necesidad del arte no está creada por las necesidades económicas. Pero tampoco la economía engendra la necesidad de alimentarse. Todo lo contrario, es la necesidad de alimento y calor lo que crea 1a economía. Es completamente exacto que en ningún caso se puede guiar uno por los únicos principios del marxismo para juzgar, rechazar o aceptar una obra de arte. Una obra de arte debe, en primer lugar, ser juzgada según sus propias leyes, es decir, según las leyes del arte. Pero sólo el marxismo es capaz de explicar por qué y cómo aparece, en tal período histórico, tal o cual tendencia artística, es decir, qué ha expresado la necesidad de tales formas artísticas con exclusión de otras y por qué.

Sería pueril pensar que cada clase, por sí misma, puede crear completa y plenamente su propio arte, y en particular, que el proletariado es capaz de crear un arte nuevo en medio de círculos artísticos cerrados, de seminarios, “proletkult” y demás... De un modo genérico, la actividad creadora del hombre histórico es hereditaria. Toda nueva clase ascendente se alza sobre los hombres de las anteriores. Pero esta sucesión es dialéctica, es decir, se descubre mediante repulsiones y rupturas internas. El impulso, bajo la forma de nuevas necesidades artísticas, de la necesidad de nuevas concepciones artísticas y literarias, vienen dados por la economía, por la mediación de una nueva clase, y en menor grado, por la situación nueva de una misma clase cuando su riqueza y su poder cultural aumentan. La creación artística es siempre una vuelta compleja de las antiguas formas bajo el influjo de estimulantes nuevos que nacen fuera del arte. En este sentido lato puede hablarse de función del arte, y decir que el arte sirve. No es un elemento desencarnado que se nutra a sí mismo, sino una función del hombre social, indisolublemente ligada a su medio y a su modo de vida. Como siempre que se lleva un prejuicio social hasta el absurdo, la evolución de Sklovsky le ha llevado a un lugar extremadamente característico: ha terminado en la idea de que el arte es absolutamente independiente del modo de vida social en un período de nuestra historia rusa en que el arte ha revelado con más evidencia que nunca su dependencia espiritual y material cotidiana respecto a las clases, subclases y grupos de la sociedad.

El materialismo no niega la importancia del elemento formal, tanto en lógica como en jurisprudencia o en arte. De igual forma que un sistema jurídico puede y debe ser juzgado según su lógica y coherencia internas, el arte puede y debe ser juzgado desde el punto de vista de sus realizaciones formales porque fuera de ellas no hay arte. Sin embargo, una teoría jurídica que trate de establecer que el derecho es independiente de las condiciones sociales, estará viciada de base. La fuerza motriz radica en la economía, en las contradicciones de clase; el derecho sólo da una forma y una expresión interiormente coherentes a estos fenómenos no en sus particularidades individuales, sino en su generalidad, en lo que tienen de reproducible y de duradero. Precisamente hoy podemos ver con claridad que pocas veces se da en la historia cómo se forma un derecho nuevo: no mediante los métodos de una deducción lógica autosuficiente, sino mediante una estimación empírica de las necesidades económicas de la nueva clase dominante y un ajuste empírico a esas necesidades. Por sus métodos y sus procedimientos, cuyas raíces se hunden en el pasado más lejano y que representan la experiencia acumulada en el arte de la palabra, la literatura da una expresión a los pensamientos, a los sentimientos, a los estados de ánimo, a los puntos de vista y a las esperanzas de su época y de su clase. No se puede salir de ahí. Y al parecer no hay por qué salir, al menos para quienes no están al servicio de una época superada y de una clase que ha cumplido su cometido.

Los métodos del análisis formal son necesarios, mas insuficientes. Pueden contarse las aliteraciones de los refranes populares, clasificar las metáforas, contar las vocales y consonantes en una canción de bodas: todo ello enriquecerá indiscutiblemente de una forma o de otra nuestro conocimiento del folklore; pero si se desconoce el sistema de rotación de cultivos empleado por el campesino y el ciclo que impone a su vida, si se ignora el papel del arado romano, si no se ha captado la significación del calendario eclesiástico para el campesino, desde el momento en que se casa hasta aquel en que la campesina se acuesta, no se conocerá del arte popular más que la concha externa, ni se habrá alcanzado el núcleo. Se puede establecer el plano arquitectónico de la catedral de Colonia midiendo la base y la altura de sus arcos, determinando las tres dimensiones de sus nervios, las dimensiones y la disposición de sus columnas, etc. Pero si no se sabe lo que era una villa medieval, lo que era una corporación y lo que era la Iglesia católica en la edad media, no se comprenderá jamás la catedral de Colonia. Tratar de liberar el arte de la vida, de proclamarlo actividad independiente, es privarlo de alma y hacerlo morir. La necesidad misma de una operación semejante es un síntoma incontestable de decadencia ideológica.

La analogía que hemos esbozado más arriba con las objeciones teológicas contra el darwinismo puede parecer al lector superficial y anecdótico. En un sentido es exacto, por supuesto. Pero hay una conexión más profunda. Para un marxista, por poco instruido que esté, la teoría formalista no puede dejar de recordar los tonos familiares de una viejísima melodía filosófica. Los juristas y los moralistas (citemos al azar al alemán Stammler y a nuestro subjetivista Mijailovsky) trataban de probar que la moral y el derecho no pueden ser determinados por la economía por la única razón de que la vida económica misma era impensable fuera de las normas jurídicas y éticas. Por supuesto, los formalistas del derecho y de la moral no llegaban a afirmar la independencia completa del derecho y de la ética por relación con la economía; admitían cierta relación mutua y compleja entre “factores” que influyéndose unos a otros, conservaban sus cualidades de sustancias independientes venidas de no se sabe dónde. La afirmación de una total independencia del “factor” estético en relación con la influencia de las condiciones sociales, a la manera de Sklovsky, es un ejemplo de extravagancia específica, determinada, ella también, por las condiciones sociales: es la megalomanía de la estética en la cual nuestra realidad queda puesta al revés. Además de esta particularidad, las construcciones de los formalistas tienen la misma especie de metodología defectuosa que cualquier otro tipo de idealismo. Para un materialista, la religión, el derecho, la moral, el arte representan aspectos distintos de un proceso de desarrollo social único en su fundamento. Aunque se diferencien por su base de producción, aunque se tornen complejos, retuercen y desarrollen en el detalle sus características especiales, la política, la religión, el derecho, la ética y la estética siguen siendo las funciones del hombre socialmente ligado y que obedece a las leyes de su organización social. El idealista ve no un proceso único de desarrollo histórico que produce los órganos y las funciones que le son necesarias, sino un crecimiento, una combinación o una interacción de ciertos principios independientes: las sustancias religiosa, política, jurídica, estética y ética, que hallan su origen y su explicación en su denominación misma. El idealismo dialéctico de Hegel destrona a su manera estas sustancias (que son, sin embargo, categorías eternas) reduciéndolas a una unidad genética. Aunque en Hegel esta unidad es el espíritu absoluto que en el curso del proceso de sus manifestaciones dialécticas germina en forma de diversos “factores”, el sistema de Hegel -gracias no a su idealismo, sino a su carácter dialéctico- da una idea de la realidad histórica semejante a la que un guante del revés da de la mano humana. En cuanto a los formalistas (el más genial de todos ellos es Kant) no se ocupan de la dinámica del desarrollo, sino de un corte transversal de éste, en el día y hora de su propia revelación filosófica. Descubren en él la complejidad y multiplicidad de su objeto (y no del proceso, porque no piensan en términos de proceso). Analizan esta complejidad y la clasifican. Dan nombres a los elementos, que inmediatamente son transformados en esencias, en subabsolutos sin padre ni madre: la religión, la política, la moral, el derecho, el arte... No se trata aquí del guante de la historia vuelto del revés, sino de la piel arrancada de los dedos y desecada hasta la abstracción completa; la mano de la historia se convierte entonces en el producto de la “interacción” del pulgar, del índice, del medio y de otros “factores”. El “factor” estético es el meñique, el más pequeño, aunque no el menos apreciado de los dedos.

En biología, el vitalismo es una variante de esta fetichización de los diversos aspectos del proceso universal, sin comprensión de su determinismo interno. A la moral y a la estética absolutas y situadas por debajo de lo social, como a la “fuerza vital” absoluta y situada por debajo de la física, no les falta más que una sola cosa, un Creador único. La multiplicidad de “factores” independientes, sin comienzo ni fin, no es otra cosa que un politeísmo camuflado. Y si el idealismo kantiano representa históricamente la traducción del cristianismo en el lenguaje de la filosofía racionalista, todas las variedades del formalismo idealista conducen, por el contrario, abierta o secretamente, a Dios como causa de todas las causas. Por comparación con la oligarquía idealista de una docena de subabsolutos, un Creador personal y único es ya un elemento de orden. Ahí radica precisamente la conexión más profunda entre las refutaciones formalistas del marxismo y las refutaciones teológicas del darwinismo.

La escuela formalista es un aborto disecado del idealismo, aplicado a los problemas del arte. Los formalistas muestran una religiosidad que madura muy rápido. Son los discípulos de san Juan: para ellos “al comienzo era el Verbo”. Pero para nosotros, “al comienzo era la Acción”. La palabra la siguió como su sombra fonética.