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Clásicos de León Trotsky online

Capítulo XIII: Retorno a Rusia

Capítulo XIII: Retorno a Rusia

Mi contacto con la minoría del congreso fué de corta duración. En el transcurso de pocos meses empezaron a dibujarse en el seno de esta fracción dos orientaciones. Yo era partidario de que se fuese lo antes posible a una fusión con la mayoría, entendiendo que la escisión no podía significar más que un episodio, por importante que éste fuera.

Pero no pensaban así los otros, para quienes, la ruptura producida en el seno del congreso, no era más que el punto de arranque de su evolución oportunista. Me pasé todo el año de 1904 librando una serie de batallas políticas y de organización con el grupo dirigente de los mencheviques. Estas batallas giraban en torno a dos puntos: la actitud del grupo frente al liberalismo y su posición respecto a los bolcheviques. Mi opinión era que debían rechazarse, sin transigir en esto, todas las tentativas que hiciesen los liberales para apoyarse en las masas, razón por la cual abogaba enérgicamente y a un tiempo mismo por que volviesen a unirse las dos fracciones socialistas. En septiembre me separé formalmente de la minoría, a la que en realidad ya había dejado de pertenecer en el mes de abril. Pasé una temporada en Munich, considerada entonces como la ciudad más democrática y artística de toda Alemania, al margen por completo de los emigrados rusos. Durante estos meses estudié y llegué a conocer bastante bien la socialdemocracia bávara, los museos muniqueses y los caricaturistas del Simplicissimus.

Ya durante las sesiones del congreso se había desatado en todo el Sur de Rusia una potente oleada de huelgas. La agitación campesina era cada vez más fuerte. Las Universidades andaban revueltas. La guerra ruso-japonesa, que había detenido de momento este proceso, convirtióse en seguida, al sobrevenir la hecatombe militar del zarismo, en motor eficaz de la revolución. La Prensa empezaba a perder el miedo, los ataques terroristas sucedianse cada vez con mayor frecuencia; los liberales comenzaron a moverse y empezó la "campaña de los banquetes". Los problemas fundamentales de la revolución se agudizaron. En mi cerebro, las abstracciones cobraban un contenido muy plástico de carácter social. Los mencheviques, por su parte, y principalmente Vera Sasulich, ponían sus esperanzas, cada vez más abiertamente, en los liberales. Ya antes del congreso se quejaba un día Vera Sasulich, al terminar una reunión que habíamos tenido los redactores en el "Café Landolt", con esa voz especial, tímida y a la vez pertinaz, que sacaba en trances como éste, de que atacábamos demasiado a los liberales. Era su punto sensible.

-Yo creo que no debíamos despreciar sus esfuerzos por aproximarse a nosotros. -Y al decir esto no miraba a Lenin, aunque era principalmente a él a quien quería referirse-. Struve entiende que los liberales rusos no deben romper con el socialismo, sí no quieren exponerse a la triste suerte del liberalismo alemán, y que sería mucho mejor que tomasen el ejemplo de los radicales socialistas franceses.

-Cuanto más pretendan acercarse a nosotros, más duro hay que pegarles-dijo Lenin riendo de buena gana y con ánimo visible de irritar a Vera Ivanovna.

-¡Hombre, es curioso!-exclamó Vera, indignada-. ¿De modo que si nos tienden la mano, vamos a contestarles con una paliza?

En esta cuestión, que con el tiempo fué adquiriendo extraordinaria importancia, yo estaba plenamente identificado con Lenin.

En otoño de 1904, en plena campaña de los banquetes liberales, metida en un atolladero apenas iniciada, formulé esta pregunta: "¿Y ahora?" Y la contesté del modo siguiente:

"La solución sólo puede venir de una huelga general, a la que seguirá necesariamente el levantamiento del proletariado que poniéndose a la cabeza del pueblo dé la batalla al liberalismo." Esto ahondó las diferencias que ya me separaban de los mencheviques.

El 23 de enero de 1905 regresaba yo a Ginebra de un viaje de conferencias, fatigado y molido, después de pasar toda una noche en el tren sin dormir. Compré un periódico. Y como en él se hablaba en futuro de la procesión obrera ante el Palacio de Invierno, deduje que no se había celebrado. No me fijé en que el periódico era del día anterior. Como a las dos horas de llegar, me presenté a la Redacción de la Iskra, donde encontré a Martof enormemente excitado.

-¿Qué, no se ha celebrado, verdad?-le pregunté.

-¿Cómo que no se ha celebrado?-exclamó apasionadamente, volviéndose a mí-. Hemos pasado toda la noche en el café, leyendo los telegramas que llegaban. ¿No está usted enterado? Lea, lea, lea... -y me alargó el periódico.

Recorrí las primeras diez líneas de la información telegráfica sobre el "domingo sangriento", y sentí que una confusa oleada como de fuego me invadía.

Era imposible seguir viviendo en el extranjero. Desde el congreso había roto las relaciones con los bolcheviques. Tampoco me unía ya a los mencheviques ningún lazo de organización. No me quedaba, pues, otro camino que arreglármelas como pudiese. Obtuve un pasaporte con la ayuda de los estudiantes y salí para Munich acompañado de mi mujer, que había vuelto al extranjero en el otoño. Nos alojamos en casa de Parvus. Esté leyó con gran atención, en el original, mi trabajo sobre el desarrollo de los sucesos hasta el 9 de enero, y sus impresiones no podían ser más halagüeñas.

-Lo ocurrido no ha hecho más que confirmar en un todo estos pronósticos. Ahora ya nadie puede dudar que no cabe otro método fundamental de lucha que la huelga general. El 9 de enero representa la primer huelga política de nuestro país, aunque estuviese organizada bajo la sotana de un pope. Hay que hacer ver a la gente que la revolución rusa pude llevar al Poder a un gobierno obrero democrático.

Tales son las ideas que Parvus desarrolló en el prólogo que puso a mi folleto.

Parvus era, indiscutiblemente, una de las figuras más notables entre los marxistas de fines del siglo pasado y comienzos del presente. Dominaba perfectamente el método del marxismo; tenía una visión muy amplia y seguía con interés todos los sucesos de alguna importancia que ocurrían en el mundo, cualidades todas que, con una extraordinaria audacia de pensamiento y un estilo viril y musculoso, hacían de él un escritor realmente magnífico. Yo debo a sus trabajos de la primera época el haberme familiarizado con los problemas de la revolución social, y en ellos me acostumbré a enfocar la conquista del Poder por el proletariado, que hasta entonces había tenido por una especie de "meta" astronómica, como una aspiración práctica y actual. Desdichadamente, en aquel hombre había siempre un no sé qué de incalculable e inseguro. Había, sobre todo, una pasión terrible que lo dominaba: el deseo de enriquecerse. Pero, por aquellos años, todavía asociaba este sueño a su modo de concebir la revolución social.

-La organización del partido-decía lamentándose-está fosilizada; no hay manera de hacer entrar una idea ni siquiera en la cabeza de un Bebel. Nosotros, los marxistas revolucionarios, necesitamos un gran periódico que se publique en tres idiomas al mismo tiempo. Pero esto exige dinero, mucho dinero...

En aquella cabeza voluminosa y carnal de bulldog, la idea de la revolución social iba aliada extrañamente a la preocupación de la riqueza. En Munich quiso fundar una editorial propia, pero la aventura terminó lamentablemente. Luego se trasladó a Rusia, donde tomó parte en la revolución de 1905. A pesar de su gran talento y de su espíritu de iniciativa, nunca tuvo dotes de caudillo. El fracaso de la revolución del 5 señala el comienzo de su decadencia. De Alemania pasó a Viena y de aquí a Constantinopla, donde le cogió la guerra. Intervino en no sé qué transacciones comerciales al servicio del ejército, con las que se hizo rico a escape. Además, empezó a cantar abiertamente los méritos y la misión de cultura del militarismo teutón y, rompiendo definitivamente con la izquierda, pasé a ser uno de los inspiradores de la extrema derecha socialdemócrata alemana. Huelga decir que corté con él todas las amarras, no sólo políticas, sino personales, desde la guerra.

Desde Munich me trasladé con Sedova a Viena. Los emigrados rusos volvían a afluir en masa hacia Rusia. Víctor Adler vivía casi exclusivamente consagrado a los rusos: les proporcionaba pasaportes, dinero, direcciones... Fué en su casa donde un peluquero me cambió el pelaje, pues los espías zaristas que pululaban por el extranjero me conocían demasiado bien.

-Acabo de recibir-me dijo Adler-un telegrama de Axelrod, en que me comunica que Gapon ha salido para el extranjero y que se ha declarado socialdemócrata. ¡Es una lástima!... Si hubiera sabido desaparecer a tiempo para siempre, habría dejado detrás de sí una bella leyenda; en cambio, en la emigración no hará más que el ridículo. Mire usted-añadió, y el fuego que había en sus ojos suavizaba la dureza de la ironía-, a hombres como éste, es mejor tenerlos de mártires históricos que de compañeros dentro del partido...

En Viena me sorprendió la noticia de que habían asesinado al príncipe Sergio. Los acontecimientos se precipitaban. La Prensa socialdemócrata volvía la vista hacia Oriente. Mi mujer se me adelantó en el viaje, con objeto de buscar cuarto y abrirse conocimientos en Kief. Yo llegué a esta ciudad con un pasaporte extendido a nombre del oficial Arbusof, separado del ejército, y por espacio de algunas semanas no hicimos más que peregrinar de cuarto en cuarto. Primero nos alojamos en casa de un ahogado joven, que tenía miedo hasta de su sombra, de allí nos fuimos a casa de un profesor de la Escuela técnica, y más tarde vivimos en el cuarto que nos alquiló una viuda liberal. Hasta hube de refugiarme una temporada en una clínica de ojos. Siguiendo las instrucciones del médico director, complicado en el asunto, la enfermera me daba baños de pies y me lavaba los ojos con no sé qué líquidos inofensivos. Tenía que montar una doble conspiración guardándome, para escribir las proclamas, de la enfermera, que me vigilaba estrictamente para que no fatigase los ojos. A la hora de la visita, y después de haber alejado con cualquier pretexto al antipático ayudante, el director corría a mi cuarto acompañado de una señora médica que le ayudaba y en quien tenía absoluta confianza, cerraba rápidamente la puerta, y entornaba los montantes de la ventana, como si fuese a examinarme la vista. Entonces, nos echábamos a reír los tres cautelosamente, aunque de muy buena gana.

-¿Qué tal andamos de cigarrillos?-me preguntaba el director.

-Muy bien-le contestaba.

-Quantum satis?

-Quantum satis!

Y volvíamos a echarnos a reír. Con esto, dábase por terminada la visita, y yo volvía a entregarme a mis proclamas. Esta vida me divertía la mar. Sólo me daba un poco de pena de la pobre enfermera, aquella señora vieja tan amable y que tan concienzudamente me preparaba los pediluvios.

En Kief funcionaba por entonces una famosa imprenta clandestina, que, a pesar de la furia de detenciones que se había desencadenado, estuvo varios años lanzando hojas a la calle, en las mismas narices de Novitsky, el General de la gendarmería. Fue la imprenta en que se imprimieron mis proclamas durante el año 1905. Unicamente cuando eran un poco extensas, se las entregaba a Krasin, un ingeniero joven a quien conocí en Kief. Krasin pertenecía al Comité central de los bolcheviques y disponía de una imprenta clandestina maravillosamente instalada en el Cáucaso. Muchos de los manifiestos redactados por mí en Kief salieron de esta imprenta con una impresión magnífica, a pesar de las difíciles condiciones en que se tiraban.

En aquella época de temprana juventud en que vivía el partido y la revolución, había siempre en los hombres y en los actos, algo de inexperiencia y de falta de madurez. Krasin no se libraba tampoco, por supuesto, de esta ley natural, pero tenía una firmeza, una decisión y un temple "administrativo" poco comunes. Era, como he dicho, ingeniero, gozaba de una clientela considerable, ocupaba un puesto magnífico, era hombre muy estimado y se hallaba relacionado harto mejor que ningún revolucionario joven de aquella época. Krasin tenía amigos y conocidos lo mismo en los barrios obreros que entre los ingenieros y en los palacios de los industriales de Moscú y en los círculos de escritores, en todas partes. Además, como sabía combinar hábilmente esas relaciones, se le ofrecían una serie de posibilidades prácticas con que los demás no podíamos ni soñar. En 1905, Krasin, además de intervenir en la labor general del partido, dirigía las empresas más arriesgadas: grupos de acción, compras de armas, preparación de explosivos, etc. A pesar de su vasto horizonte, era, ante todo y sobre todo, lo mismo en política que en los demás aspectos de la vida, un hombre de acción. La acción era su fuerte. Pero era también su talón de Aquiles. Los largos y penosos años de concentración de fuerzas, de disciplinamiento político, de aprovechamiento teórico de las experiencias adquiridas, no se habían hecho para él. Liquidada la revolución de 1905 sin que hubiese realizado nuestras esperanzas, consagróse en cuerpo y alma a la electrotécnica y a la industria. Estas actividades encontraron en él al mismo hombre de acción y de capacidad extraordinaria, y los grandes triunfos que la ingeniería le deparaba, le valían la misma satisfacción personal que años antes encontrara en las campañas revolucionarias. Recibió la revolución de Octubre con esa incomprensión hostil con que se juzga una aventura condenada de antemano al fracaso, y se pasó mucho tiempo sin creer que fuésemos capaces de poner término a aquel proceso de descomposición. Al fin, sintióse arrastrado por las grandes posibilidades de trabajo que se ofrecían bajo el nuevo régimen...

La amistad de Krasin fue para mí, en 1905, un verdadero hallazgo. Nos pusimos de acuerdo para reunirnos en San Petersburgo y me dio una serie de nombres y direcciones de personas interesadas en el movimiento. La primera y más importante de todas era el Médico mayor de la escuela de artillería de Constantino, llamado Alejandro Alejandrovich Litkens, con cuya familia me unió la suerte para muchos años. En su casa, situada en el mismo edificio de la escuela, en la avenida de Sabalkansky, hube de refugiarme más de una vez en aquellos agitados días y noches del año 1905. A veces, venían a visitarme a casa del Médico mayor, pasando por delante de las narices del centinela, tipos como jamás habían pisado aquellos patios y escaleras. El personal de servicio sentía todo él enorme simpatía por el médico. No hubo una sola denuncia y las cosas marchaban admirablemente. El hijo mayor, Alejandro, que tenía entonces dieciocho años, estaba ya afiliado al partido y se puso, unos meses más tarde, al frente de los campesinos sublevados en el departamento de Orel, pero no pudo resistir las conmociones nerviosas, y se enfermó para morir al poco tiempo. El hermano pequeño, Ievgraf, estudiante todavía de bachillerato, había de tener más tarde un importante papel en las guerras civiles y en la labor cultural de la República de los Soviets: murió en 1921, asesinado por una partida de bandidos en Crimea.

Yo vivía en San Petersburgo, con el nombre supuesto de Vikentief, terrateniente. En los círculos revolucionarios me hacía llamar Pedro Petrovich. No pertenecía a ninguna de las fracciones organizadas. Seguía trabajando con Krasin, que había adoptado una posición conciliadora entre los bolcheviques, cosa que, dada mi actitud de entonces, tenía que satisfacerme. Al mismo tiempo, mantenía relaciones con el grupo petersburgués de los mencheviques, que seguían por aquel entonces una trayectoria muy revolucionaria. Cediendo a presiones mías, el grupo adoptó la resolución de boycotear a aquella Duma puramente consultiva, lo cual dió origen a que chocase con el Comité central, residente en el extranjero. Pero este grupo menchevique no tardó en desaparecer. Fué delatado por uno de sus miembros activos, un tal Dobroskok, a quien decían "Nicolás, el de las gafas cae oro", que resultó ser un provocador profesional. Este sujeto sabía que yo estaba en San Petersburgo y me conocía de cara. Mi mujer había sido detenida en el bosque en la reunión del 1.º de mayo. No había más remedio que desaparecer de allí por algún tiempo. Al llegar el verano, me trasladé a Finlandia.

La temporada de Finlandia fué como un alto en el camino; durante unos meses pude dedicarme, intensivamente a mis trabajos de escritor, combinados con cortos paseos. Devoraba los periódicos, observaba la formación de los partidos, hacía recortes, agrupaba hechos. Durante aquellos días, cristalizaron definitivamente mis ideas acerca de las fuerzas interiores que latían en la sociedad rusa y las perspectivas de la revolución. "Ante Rusia se abre-escribía yo por entonces-la perspectiva de una revolución democrática burguesa. Esta revolución tendrá por, base el problema agrario. ¿Quién conquistará el Poder? La clase, el partido que sepa acaudillar a las masas campesinas contra el zarismo y los terratenientes. Ahora bien; esto no puede hacerlo el liberalismo, ni pueden hacerlo los demócratas intelectuales: su misión histórica está ya cumplida. Hoy, la escena revolucionaria pertenece al proletariado. La socialdemocracia es la única que representada por sus obreros, puede ponerse al frente de los campesinos. Esta circunstancia brinda a la socialdemocracia rusa la posibilidad de anticiparse en la conquista del Poder a los partidos socialistas de los Estados occidentales. Su misión inmediata directa será consumar y llevar a término la revolución democrática. Pero, una vez en el Poder, el partido del proletariado no se podrá contentar con el programa de la democracia. Veráse forzado, quiera o no, a abrazar el camino del socialismo. ¿Hasta dónde? Esto dependerá del modo cómo se dispongan las fuerzas dentro del país y de la situación internacional. La más elemental estrategia exige, pues, que el partido socialdemócrata libre una guerra sin cuartel contra el liberalismo hasta adueñarse de la dirección del movimiento campesino, a la par que se propone como objetivo, ya en el momento de la revolución burguesá, la conquista del Poder público."

El problema de las perspectivas generales de la revolución hallábase íntimamente ligado a las cuestiones de táctica. El partido tenía por consigna política central la Asamblea constituyente. Pero el giro de la campaña revolucionaria planteó con carácter inminente esta cuestión: ¿Y quién ha de convocar, y cómo, esta Asamblea constituyente? Razonando a base de un levantamiento popular que acaudillase el proletariado, no cabía, lógicamente, más respuesta que ésta: un Gobierno provisional revolucionario. El proletariado, por el solo hecho de ponerse al frente de la revolución, conquistaría el derecho a empuñar la dirección de este Gobierno provisional. Este tema dió lugar a que se manifestasen grandes divergencias de opinión entre los dirigentes del partido; en el modo de apreciarlo, nos separábamos también Krasin y yo. Esto me movió a escribir una serie de tesis en que demostraba que el triunfo completo de la revolución sobre el zarismo tenía por necesidad que significar el advenimiento al Poder del proletariado, apoyado por las masas campesinas o, cuando menos, la transición a ello. Krasin vacilaba ante una fórmula tan taxativa. Aceptaba, sin embargo, la consigna del Gobierno provisional revolucionario, y no tenía tampoco inconveniente en admitir el programa trazado por mí para él, pero negábase a prejuzgar lo referente a la mayoría socialista en el seno de ese Gobierno. Hube de adaptar mis tesis a este modo de ver, y así impresas en San Petersburgo, Krasin tomó a su cargo el sostenerlas en el congreso conjunto del partido que había de celebrarse en el extranjero en el mes de mayo. Pero el congreso no llegó a reunirse. En la asamblea de los bolcheviques, Krasin intervino activamente en el debate que se abrió sobre el problema del Gobierno provisional y presentó mis tesis como otras tantas enmiendas a la proposición formulada por Lenin. Puesto que se trata de un episodio de gran interés político, créome obligado a traer aquí una cita tomada de las actas del tercer congreso.

"En cuanto a la proposición de Lenin-dijo el camarada Krasin-, entiendo que peca de un defecto, y es que no subraya debidamente la cuestión del Gobierno provisional, ni pone de manifiesto con la claridad suficiente la relación que media entre el Gobierno provisional y la sublevación. En realidad, es el pueblo en armas el que levanta el Gobierno provisional como órgano suyo... Entiendo, además, que la proposición mencionada se equivoca al decir que el Gobierno provisional revolucionario no debe implantarse hasta después que triunfe el levantamiento armado y sea derrotado el zarismo. No; ha de instaurarse precisamente en el curso de la sublevación e intervenir activamente en ella, cooperando al triunfo por medio de su auxilio organizador. Y opino que es candoroso pensar que el partido socialdemócrata puede abstenerse de entrar en el Gobierno provisional revolucionario hasta el momento en que hayamos aniquilado definitivamente la autocracia; si dejamos que otro saque las castañas del fuego, ¿cómo vamos a exigirle que reparta luego con nosotros?" Son, casi a la letra, los pensamientos formulados en mis tesis.

Lenin, que al exponer la cuestión, se había limitado casi exclusivamente a su aspecto teórico, acogió con la mayor simpatía las observaciones de Krasin. He aquí sus palabras:

"En términos generales, comparte la forma en que el camarada Krasin ha planteado el asunto. Es natural que yo, como escritor, me limitase a poner de relieve el aspecto doctrinal. El camarada Krasin ha apuntado certeramente a la meta a que debemos enderezar la lucha y me adhiero sin reservas a lo dicho por él. No cabe entablar una lucha sin contar con que se alcanzará la posición por la que se lucha..."

La proposición hubo de ser modificada a tono con las enmiendas de Krasin. No estará de más advertir que esta proposición acerca del Gobierno provisional, votada en el tercer congreso del partido, ha sido invocada cientos de veces, en las polémicas de estos últimos años, como argumento contra el "trotskismo". Los "profesores rojos" del bando de Stalin no tenían ni la más remota idea de que me oponían como modelo de ortodoxia leninista las tesis qué yo mismo había escrito.

El ambiente en medio del cual vivía en Finlandia no podía distar más de la "revolución permanente"; colinas, pinos, lagos, un aire otoñal transparente, paz. A fines de septiembre me interné todavía más en el bosque, y fui a instalarme a una pensión llamada "Rauha", situada a la orilla de un lago. "Rauha" quiere decir, en finlandés, "Descanso". La pensión, que era grande, permanecía en el otoño perfectamente desierta. Un escritor sueco y una artista inglesa de teatro se fueron sin pagar, después de pasar allí juntos unos cuantos días. El dueño se puso en viaje a ver si daba con ellos en Helsingfors. La dueña estaba en cama, enferma de muerte; su corazón sólo funcionaba ya-según me decían, pues yo no llegué a verla-a fuerza de sorbos de champagne. Estando fuera su marido, falleció. Encima de mi cuarto yacía su cadáver. El único camarero que había en la pensión, un hombre ya viejo, se fué a Helsingfors detrás del dueño, a avisarle de lo que ocurría. Todo el servicio de la casa quedó a cargo de un pobre chico. Nevaba copiosamente. Los pinos envolvíanse en un sudario. En la pensión no había un alma. El chico se pasaba el día entero metido en la cocina, que estaba debajo de tierra, no se sabía dónde. Encima de mí, yacía la dueña, muerta. El silencio y la soledad me cercaban por todas partes. No estaba mal el nombre: "Rauha", descanso, paz. No se oía un solo ruido, no se veía un ser viviente. Yo escribía y daba mis paseos. Al anochecer, venía el cartero con un voluminoso paquete de periódicos de San Petersburgo. Los iba desdoblando, uno tras otro. Y era corno si un furioso huracán se precipitase al cuarto por la ventana abierta. El movimiento de huelga avanzaba, se extendía, iba prendiendo de una en otra ciudad. En medio de la paz de aquel hotel, el crujir de los periódicos tenía, en mis oídos, el rugido de una avalancha. La revolución navegaba ya a velas desplegadas. Pedí la cuenta al chico, mandé que me trajesen el caballo y dejé aquel "Descanso" para salir al encuentro de la avalancha revolucionaria. A la noche siguiente, dirigía la palabra a las masas desde la tribuna del Instituto Politécnico.



Mi vida