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Clásicos de León Trotsky online

¡Contra el comunismo nacional! (lecciones del «Referéndum rojo»)

¡Contra el comunismo nacional! (lecciones del «Referéndum rojo»)

Escrito el 25 de agosto de 1931, fue publicado por primera vez en el Biulleten Oppozitsii, nº 24, septiembre de 1931.

 

Cuando estas líneas lleguen al lector estarán quizás., en una u otra sección, pasadas de actualidad. Debido a los esfuerzos del aparato stalinista y la colaboración amistosa de todos los gobiernos burgueses, el autor de estas líneas ha sido colocado en tales circunstancias que sólo puede reaccionar a los acontecimientos políticos con varias semanas de demora. A esto hay que añadir que el autor se ve obligado a contar con una información que está lejos de ser completa. El lector deberá tenerlo presente. Pero incluso de las circunstancias extremadamente desfavorables debemos intentar extraer al menos alguna ventaja. Incapacitado para reaccionar ante los acontecimientos en todos sus aspectos concretos, el autor se ve obligado a concentrar su atención en los puntos básicos y las cuestiones centrales. Ahí reside la justificación de este trabajo.

 

Cómo está todo cabeza abajo
 

Los errores del partido comunista alemán sobre la cuestión del plebiscito figuran entre los que se volverán más claros a medida que el tiempo pase y terminarán por entrar en los libros de texto de la estrategia revolucionaria como ejemplo de lo que no se debe hacer.

En la conducta del comité central de partido comunista alemán está todo equivocado: la evaluación de la situación es incorrecta, el objetivo inmediato está incorrectamente planteado, los medios para alcanzarlo han sido incorrectamente elegidos. La dirección del partido ha conseguido desprenderse a lo largo del camino de todos esos «principios» por los que abogaba en años recientes.

El 21 de julio, el comité central se dirigió por sí mismo al gobierno prusiano exigiendo concesiones democráticas y sociales, amenazando si no con declararse favorable al referéndum. Al avanzar sus exigencias, la burocracia stalinista se dirigía de hecho al estrato más alto del partido socialdemócrata con la propuesta de un frente único contra los fascistas bajo ciertas condiciones. Cuando la socialdemocracia rechazó las condiciones propuestas, los stalinistas formaron un frente único con los fascistas contra la socialdemocracia. Esto significa que la política de frente único se lleva a cabo no solamente- «desde abajo», sino también «desde arriba». Significa que a Thaelmann le está permitido dirigirse a Braun y Severing con una «carta abierta» sobre la defensa conjunta de la democracia y la legislación social contra las bandas de Hítler. Así es como esta gente, sin darse cuenta siquiera de lo que estaba haciendo, echó por la borda su metafísica sobre el frente único «sólo desde abajo», por medio del más estúpido y escandaloso experimento de frente único sólo desde arriba, inesperadamente para las masas y contra su voluntad.

Si la socialdemocracia es una variedad del fascismo, ¿Cómo, entonces, se puede pedir oficialmente a los socialfascistas una defensa conjunta de la democracia? Una vez en camino al referéndum, la burocracia del partido no puso ninguna condición a los nacionalsocialistas. ¿Por qué? Si los socialdemócratas y los nacionalsocialistas son sólo tonalidades del fascismo, ¿por qué, pues, se puede poner condiciones a la socialdemocracia y no a los nacionalsocialistas? ¿O es que quizás existen entre estas dos variedades ciertas diferencias cualitativas muy importantes en lo que concierne a su base social y al método de engañar a las masas? Pero, entonces, no los llamemos a ambos fascistas, porque los nombres sirven en política para diferenciar, y no para echarlo todo en el mismo saco.

¿Es cierto, sin embargo, que Thaelmann formó un frente único con Hitler? La burocracia comunista llamó «rojo» el referéndum de Thaelmann, en contraste con el plebiscito negro o pardo de Hitler. Que el asunto concierne a dos partidos mortalmente hostiles está naturalmente fuera de duda, y todas las falsedades de la socialdemocracia no llevarán a los trabajadores a olvidarlo. Pero hay un hecho que permanece como tal: en cierta campaña, la burocracia stalinista embarcó a los trabajadores revolucionarios en un frente único con los nacionalsocialistas contra la socialdemocracia. Si se pudiese señalar la adhesión a un partido en las papeletas de voto, entonces el referéndum habría tenido al menos la justificación (en el ejemplo dado, absolutamente insuficiente políticamente) de que habría permitido un recuento de sus fuerzas y, por ello mismo, separarlas de las del fascismo. Pero la «democracia» alemana no se preocupo en su momento de permitir a los participantes en los referéndums ejercer el derecho a hacer constar su partido. Todos los votantes son fundidos en una masa inseparable que, a una cuestión definida, da una y la misma respuesta. Dentro de los limites de esta cuestión, el frente único con los fascistas es un hecho indudable.

Así, de la noche a la mañana, todo apareció cabeza abajo.

 

«Frente Único», pero ¿con quién?

¿Qué propósito político perseguía la dirección del partido comunista con este giro? Cuanto más se leen los documentos oficiales y los discursos de los dirigentes menos se entiende este propósito. El gobierno prusiano, se nos dice, está abriendo el camino al fascismo. Esto es absolutamente correcto. El gobierno federal de Bruning, añaden los dirigentes del partido comunista, ha estado fascistizando de hecho la república y ha avanzado ya bastante por este camino. Absolutamente correcto, contestamos a esto. «Pero, ya ven, ¡el federal Brüning no puede mantenerse sin el prusiano Braun!» dicen los stalínistas. También esto es correcto, respondemos. Hasta este punto, estamos totalmente de acuerdo. Pero ¿qué conclusión política se desprende de esto? No existe el más mínimo fundamento para apoyar al gobierno de Braun, para aceptar siquiera una sombra de responsabilidad por el mismo ante las masas, ni siquiera para debilitar una pizca nuestra lucha contra el gobierno de Brüning y su agencia prusiana. Todavía existen menos razones para ayudar a los fascistas a remplazar al gobierno de Brüning y Braun. Porque, si acusamos con bastante justicia a los socialdemócratas de preparar el camino al fascismo, en lo último en que puede consistir. nuestra tarea política es en hacerle más corto este camino.

La circular del comité central del partido comunista alemán a todas las instancias, del 27 de julio, deja al desnudo con la mayor crudeza la inconsistencia de la dirección, porque es el producto de una elaboración colectiva del problema. La esencia de la circular, liberada de la confusión y las contradicciones, se reduce a que, en última instancia, no existe diferencia entre el enemigo que engaña y traiciona a los trabajadores aprovechándose de su paciencia y el enemigo que quiere simplemente aniquilarlos. Sintiendo el absurdo de semejante identificación, los autores de la circular dan un giro de repente y presentan el referéndum rojo como la «aplicación decisiva de la política de frente único desde abajo (!) con respecto a los trabajadores socialdemócratas, cristianos y sin partido». Colmo es que la intervención en el plebiscito junto con los fascistas, contra la socialdemocracia y el partido del Centro, es una aplicación de la política de frente único dirigida a los trabajadores socialdemócratas y cristianos, es algo que no será entendido por ninguna mente proletaria. Evidentemente se refiere a aquellos trabajadores socialdemócratas que, rompiendo con su partido, participaron en el referéndum. ¿Cuántos de ellos? Por política de frente único se debería entender al menos una acción común, no con los trabajadores que han dejado la socialdemocracia, sino con aquellos que permanecen en sus filas. Por desgracia, hay todavía un gran numero de ellos.

 

El problema de la correlación de fuerzas

La única frase en el discurso de Thaelmann del 24 de julio que aparenta ser una motivación seria para el giro es la siguiente: «El referéndum rojo, utilizando las posibilidades de la acción de masas legal, parlamentaria, representa un paso adelante en el sentido de la movilización extraparlamentaria de las masas.» Si estas palabras tienen algún sentido, es sólo el siguiente: tomamos el voto parlamentario como el punto de partida para nuestra ofensiva revolucionaria general de cara a derrocar el gobierno de la socialdemocracia y los partidos del justo término medio aliados con ella, con medios legales, para después, con la presión de las masas revolucionarias, derrocar el fascismo, que está intentando convertirse en el heredero de la socialdemocracia. En otras palabras: el referéndum rojo solamente juega el papel de un trampolín para el salto revolucionario. Efectivamente, como un trampolín, el plebiscito habría estado plenamente justificado. Que los fascistas voten o no junto a los comunistas pierde toda significación en el momento en que el proletariado, con su presión, derroca a los fascistas y toma el poder en sus manos. Como trampolín se puede usar cualquier tabla, incluida la tabla del referéndum. Sólo que la posibilidad de dar realmente el salto debe estar ahí, no de palabra, sino de hecho. El problema, en consecuencia, se reduce a la correlación de fuerzas. Salir a la calle con la consigna de ¡Abajo el gobierno de Brüning y Braun!» en un momento en que, según la correlación de fuerzas, solamente puede ser sustituido por un gobierno de Hitler y Hugenberg, es el más puro aventurismo. La misma consigna, sin embargo, adquiere un significado totalmente diferente si se convierte en una introducción a la lucha directa del proletariado mismo por el poder. En un primer momento, los comunistas aparecerían a los ojos de las masas como los ayudantes de la reacción; pero, en un segundo momento, el problema de cómo votaron los fascistas antes de ser aplastados por el proletariado habría perdido toda significación.

En consecuencia, no consideramos la coincidencia del voto con los fascistas desde el punto de vista de ningún principio abstracto, sino desde el punto de vista de la actual lucha de clases por el poder y de la correlación de fuerzas en un estadio dado de esta lucha.

 

Volvamos la vista hacia la experiencia rusa
 

Se puede considerar como indiscutible que, en el momento del levantamiento proletario, la diferencia entre la burocracia socialdemócrata y los fascistas se verá de hecho reducida al mínimo, sino a cero. En las jornadas de Octubre, los mencheviques y socialistas revolucionarios rusos lucharon contra el proletariado codo con codo con los cadetes, los kornilovistas y los monárquicos. Los bolcheviques dejaron el preparlamento en octubre y salieron a la calle a llamar a las masas al levantamiento armado. Si, simultáneamente a los bolcheviques, alguna especie de grupo monárquico, pongamos por ejemplo, hubiese abandonado también el preparlamento en esos días, esto no habría tenido ninguna significación política, porque los monárquicos fueron derrocados junto con la democracia.

El partido llegó a la insurrección de octubre, de todos modos, a través de una serie de etapas. En los días de la manifestación de abril de 1917 una sección de los bolcheviques lanzó la consigna «¡Abajo el gobierno provisional!» El comité central enderezó inmediatamente a los ultraizquierdistas. Por supuesto que debemos popularizar la necesidad de derrocar al gobierno provisional; pero llamar a los trabajadores a la calle bajo esa consigna, eso no podemos hacerlo, porque nosotros somos una minoría dentro de la clase obrera. Si derrocamos al gobierno provisional en estas condiciones no seremos capaces de ocupar su lugar y, como consecuencia, ayudaremos a la contrarrevolución. Debemos explicar pacientemente a las masas el carácter antipopular de este gobierno antes de que suene la hora de su derrocamiento. Ésa era la posición del partido.

Durante el siguiente período, la consigna del partido era: «¡Abajo los ministros capitalistas!» Así se exigía a la socialdemocracia que rompiese su coalición con la burguesía. En julio, dirigimos una manifestación de obreros y soldados bajo la consigna de «¡todo el poder a los soviets!» que en aquel momento significaba todo el poder a los mencheviques y a los socialistas revolucionarios. Los mencheviques y los socialistas revolucionarios, junto con los Guardias Blancos, nos aplastaron.

Dos meses más tarde, Kornilov se alzó contra el gobierno provisional. En la lucha contra Kornilov, los bolcheviques ocupaban ahora la primera línea del frente. Lenin estaba entonces en la clandestinidad. Miles de bolcheviques estaban en la cárcel. Los obreros, soldados y marinos exigían la liberación de sus dirigentes y de los bolcheviques en general. El gobierno provisional se negó. ¿No habría debido el comité central de los bolcheviques dirigir un ultimátum al gobierno de Kerensky -liberad inmediatamente a los bolcheviquues y retirad la desafortunada acusación de estar al servicio de los Hohenzollern- y, en el caso de que Kerensky lo hubiese rechazado, haberse negado a luchar contra Kornilov? Así es, probablemente, como habría actuado el comité central de Thaelmann, Remmele y Neumann, Pero no fue así como actuó el comité central de los bolcheviques. Lenin escribió entonces: «Habría sido el más profundo error pensar que el proletariado revolucionario es capaz, por así decirlo, como «venganza» contra los socialistas revolucionarios y los mencheviques por haber apoyado el aplastamiento de los bolcheviques, los asesinatos en el frente y el desarme de los obreros, de «negarse» a apoyarlos contra la contrarrevolución. Semejante manera de plantear el problema hubiera significado, en primer lugar, trasladar las concepciones moralistas pequeñoburguesas al proletariado (porque, por el bien de la causa, el proletariado siempre apoyará no solamente a la pequeña burguesía vacilante sino también a la gran burguesía); en segundo lugar, habría sido -y esto es lo más importante- un intento pequeñoburgués de echar un velo, por el procedimiento de “moralizar”, sobre la esencia política del problema.»

Si no hubiésemos rechazado a Kornilov en agosto, y por tanto hubiéramos facilitado su victoria, habría aniquilado en primer lugar a la flor y nata de la clase obrera y, consecuentemente, nos habría dificultado lograr la victoria, dos meses más tarde, sobre los conciliadores y castigarles –no de palabra, sino de hecho- por sus crímenes históricos. Es precisamente en el «moralismo pequeñoburgués» en lo que caen Thaelmann y Cía. cuando, justificando su propio giro, empiezan a enumerar las incontables infamias cometidas por los dirigentes de la socialdemocracia.

 

Con los faros apagados
 

Las analogías históricas son solamente analogías. No es posible hablar de condiciones y tareas idénticas. Pero, en el lenguaje relativo de las analogías, podemos preguntar: en el momento del referéndum en Alemania ¿cuál era el problema, la defensa contra el peligro de Kornilov o, efectivamente, el derrocamiento de todo el orden burgués por el proletariado? Esta cuestión no se decide por medio de los simples principios, ni de fórmulas polémicas, sino por la correlación de fuerzas. ¡Con qué cuidado y cuán concienzudamente estudiaban, contaban y medían los bolcheviques la correlación de fuerzas en cada nueva etapa de la revolución! ¿Intentó la dirección del partido comunista alemán, cuando entró en la lucha, trazar el balance preliminar de las fuerzas en lucha? Ni en los artículos ni en los discursos encontramos tal balance. Como su maestro Stalin, los alumnos de Berlín conducen la política con los faros apagados.

Las consideraciones de Thaelmann sobre el problema decisivo de la correlación de fuerzas se reducen a dos o tres frases generales. «Ya no vivimos en 1923», decía en su informe; «el partido comunista es en la actualidad el partido de muchos millones, que crece a un ritmo vertiginoso». ¡Y esto es todo! Thaelmann no podía mostrar más claramente en que medida le está vedada la comprensión de la diferencia entre las situaciones de 1923 y 1931! En aquel entonces, la socialdemocracia se estaba desgajando en pedazos. Los obreros que no habían logrado salirse de las filas de la socialdemocracia volvían sus ojos esperanzados en dirección al partido comunista. En aquel entonces, el fascismo representaba en mucha mayor medida un espantapájaros en el huerto de la burguesía, más que una realidad política seria. La influencia del partido comunista en los sindicatos y en los comités de fábrica era, en 1923, incomparablemente mayor de lo que es hoy. Los comités de fábrica desempeñaban entonces las funciones básicas de los soviets. La burocracia socialdemócrata en los sindicatos estaba perdiendo el terreno que pisaba todos los días.

El hecho de que la situación de 1923 no fuera utilizada por la dirección oportunista de la Comintern y del partido comunista alemán vive todavía en la conciencia de las clases y los partidos y en las relaciones mutuas entre ellos. El partido comunista, dice Thaelmann, es un partido de millones. No olvidamos que, gracias a la horrible cadena de errores de epígono de 1923-1931, la socialdemocracia actual muestra una capacidad de resistencia mucho más fuerte que la de la socialdemocracia de 1923. No olvidamos que el fascismo de hoy en día, criado y amamantado por las traiciones de la socialdemocracia y los errores de la burocracia stalinista, representa un obstáculo tremendo en el camino hacia la toma del poder por el proletariado. El partido comunista es un partido de millones. Pero gracias a la anterior estrategia del «tercer período», el período de la estupidez burocrática concentrada, el partido comunista es hoy extremadamente débil en los sindicatos y comités de fábrica. La lucha por el poder no puede ser dirigida apoyándose meramente en los votos de un referéndum. Hay que tener apoyo en las fábricas, en los talleres, en los sindicatos y en los comités de fábrica. Todo esto lo olvida Thaelmann, que sustituye el análisis de la situación por grandes palabras.

Afirmar que en julio-agosto de 1931 el partido comunista alemán era tan fuerte que podía entrar en un combate abierto con la sociedad burguesa, tal como se encarna en sus dos flancos, la socialdemocracia y el fascismo, es algo que solamente podría hacer un hombre caído de la luna. La misma burocracia del partido no piensa tal cosa. Si recurre a tal argumento es solamente porque el plebiscito fracasó y, consecuentemente, no se llevó la prueba hasta el final. ¡Es precisamente en esta irresponsabilidad, en esta ceguera, en esta búsqueda de efectos carente de escrúpulos, donde encuentra su expresión la mitad aventurera del alma del centrismo stalinista!

 

La «revolución popular» en lugar de la revolución proletaria
 

Un zigzag tan repentino a primera vista (el del 21 de julio) no cayó en absoluto del cielo, sino que fue preparado por toda la trayectoria del período anterior. Que el partido comunista alemán está gobernando por una sincera y ardiente aspiración a vencer a los fascistas, a arrancar a las masas de su influencia, a derribar al fascismo y aplastarlo, esto es algo, se sobreentiende, sobre lo que no puede haber dudas. Pero el problema es que, a medida que pasa el tiempo, la burocracia stalinista se esfuerza cada vez más por actuar contra el fascismo con sus propias armas borrando los colores de su paleta política e intentando gritar mas fuerte que él en la subasta del patriotismo. Estos no son los metodos de una política de clase con principios, sino los de la competencia pequeñoburguesa.

Es difícil para uno imaginarse una capitulación más vergonzosa en los principios que el hecho de que la burocracia stalinista haya sustituido la consigna de la revolución proletaria por la de la revolución popular. Ninguna estratagema ingeniosa, ningún juego con las citas, ninguna falsificación histórica alterará el hecho de que esto es una traición a los principios del marxismo, con el propósito de mejor imitar la charlatanería fascista. Me veo forzado a repetir aquí lo que escribí sobre esta cuestión hace varios meses:

«Se da por sobreentendido que toda gran revolución es una revolución popular o nacional, en el sentido de que une alrededor de la clase revolucionaria a todas las fuerzas viriles y creativas de la nación y la reconstruye en torno a un nuevo núcleo. Pero esto no es una consigna, sino una descripción sociológica de la revolución que requiere, además, una definición precisa y concreta. Como consigna es necia y charlatanesca, competencia mercantil con los fascistas pagada al precio de inyectar la confusión en la mente de los trabajadores. ...El fascista Strasser dice que el 95 por ciento del pueblo está interesado en la revolución, que por lo tanto no es una revolución de clase sino una revolución popular. Thaelmann repite a coro. En realidad, el obrero comunista debería decir al obrero fascista: por supuesto, el 95 por ciento de la población, si es que no es el 98 por ciento, está explotado por el capital financiero. Pero esta explotación está organizada de modo jerárquico: hay explotadores, subexplotadores, subsubexplotadores, etc. Sólo gracias a esta jerarquía pueden los super-explotadores mantener sujeta a la mayoría de la nación. Para que la nación sea efectivamente capaz de reconstruirse a sí misma alrededor de un nuevo núcleo de &se, deberá ser reconstruida ideológicamente, y esto sólo podrá conseguirse si el proletariado no se disuelve a si mismo en el «pueblo», en la «nación», sino que, por el contrario, desarrolla un programa de su revolución proletaria y fuerza a la pequeña burguesía a elegir entre dos regímenes. La consigna de revolución popular adormece a la pequeña burguesía así como a amplías masas de obreros, los reconcilia con la estructura burguesa jerárquica del «pueblo» y retrasa su liberación. Pero, en las condiciones actuales de Alemania, la consigna de una «revolución popular» borra la frontera ideológica entre el marxismo y el fascismo y reconcilia a parte de los obreros y la pequeña burguesía con la ideología fascista, permitiéndoles pensar que no están obligados a tomar una opción, ya que en ambos campos se trata de una «revolución popular».

 

La «revolución popular» como método de «liberación nacional»
 

Las ideas tienen su propia lógica. La revolución popular se presenta como un método subordinado de la «liberación nacional». Semejante planteamiento de la cuestión ha abierto el camino hacia el partido a tendencias puramente chovinistas. Se sobreentiende que no hay nada de malo en el hecho de que patriotas desesperados se aproximen al partido del proletariado desde el campo del chovinismo pequeñoburgués: diferentes elementos vienen a la Comintern a través de diferentes caminos y senderos. Sin duda se encontrarán elementos sinceros y honestos –junto con carreristas inveterados y fracasados sin escrúpulos- en las filas de esos oficiales de la Guardia Blanca y los Cien Negros que, en los últimos meses, aparentemente, comienzan a volver sus ojos hacia el comunismo. El partido, por supuesto, podría incluso utilizar tales metamorfosis individuales como un método subsidiario para la desmoralización del campo fascista. El crimen de la burocracia stalinista -sí, un crimen total- consiste, sin embargo, en el hecho de que se solidariza con estos elementos, identifica su voz con la del partido, se niega a denunciar sus tendencias nacionalistas y militaristas, transformando el panfleto completamente pequeñoburgués, utópico-reaccionario y chovinista de Scheringer en el Nuevo Testamento del proletariado revolucionario. De esta infame competencia con el fascismo surge, aparentemente, la decisión del 21 de julio: vosotros tenéis una revolución popular, pero nosotros también tenemos una; vosotros tenéis como supremo criterio la liberación nacional, pero nosotros tenemos el mismo; vosotros tenéis un plebiscito, pero nosotros también tenemos uno, todavía más, un plesbiscito «rojo» hasta el tuétano.

El hecho es que el antiguo obrero revolucionario Thaelmann se empeña hoy con todas sus fuerzas en no caer en desgracia ante el conde Stenbock-Fermor. El informe del mitin de obreros del partido en que Thaelmann proclamó el giro hacia el plebiscito ha sido publicado en Die Rote Fabne bajo el pretencioso título de «Bajo la bandera del marxismo». Sin embargo, en el lugar más importante de sus conclusiones, Thaelmann coloca la idea de que «Alemania es hoy una pelota en manos de la Entente». En consecuencia, es un problema, en primer lugar, de liberación nacional. Pero, en cierto sentido, también Francia e Italia, incluso Inglaterra, son «pelotas» en manos de los Estados Unidos. La dependencia de Europa respecto de América, que se ha revelado tan claramente, una vez más, en conexión con la propuesta de Hoover (mañana esta dependencia se revelará todavía mas aguda y brutalmente), tiene una significación mucho más profunda para el desarrollo de la revolución europea que la dependencia de Alemania respecto de la Entente. Es por esto, ciertamente, por lo que la consigna de los Estados Unidos Soviéticos de Europa, y no la simple y desnuda consigna de «Abajo la paz de Versalles», es la respuesta proletaria a las convulsiones del continente europeo.

Pero, de cualquier forma, todos estos problemas ocupan un lugar secundario. Nuestra política no está determinada por el hecho de que Alemania sea una «pelota» en manos de la Entente, sino principalmente por el hecho de que el proletariado alemán, que está dividido, impotente y oprimido, es una pelota en manos de la burguesía alemana. «¡El enemigo principal está en casa!» nos enseñó una vez Karl Liebknecht. ¿O es que quizás habéis olvidado esto, amigos? ¿O es que tal vez esta enseñanza ya no es válida? Para Thaelmann, es perfectamente obvio que ha quedado anticuada; Liebknecht es sustituido por Scheringer. ¡Por eso encierra una ironía tan amarga el título de «Bajo la bandera del marxismo»!

 

La escuela del centrismo burocrático, escuela de la capitulación
 

Hace varios años, la Oposición de Izquierda advirtió que la teoría «auténticamente rusa» del socialismo en un solo país llevaría al desarrollo de tendencias socialpatriotas en otras secciones de la Comintern. En aquel entonces parecía ser una fantasía, una ficción maliciosa, una «calumnia». Pero las ideas no solamente tienen su propia lógica, sino también su fuerza explosiva. El partido comunista alemán, en un breve periodo, ha sido introducido en la esfera del socialpatriotismo ante nuestros propios ojos, esto es, en esos sentimientos y consignas en hostilidad mortal a los cuales fue creada la Comintern. ¿No es asombroso? ¡No, es solamente una consecuencia natural!

El método de la imitación ideológica del contrincante y el enemigo de clase -un método que es completamente contradictorio con la teoría y la sicología del bolchevismo- emana casi orgánicamente de la esencia del centrismo, de su falta de principios, de su inconsistencia y de su vacuidad ideológica. Así, durante varios años la burocracia stalinista llevó a cabo una política termidoriana para minar el terreno bajo los pies de los termidorianos. Habiéndose asustado de la Oposición de Izquierda, la burocracia stalinista comenzó a imitar la plataforma de la izquierda poco a poco. Para apartar a los obreros ingleses de la dominación del sindicalismo, los stalinistas desarrollaron una política sindicalista en vez de marxista. Para ayudar a los obreros y campesinos chinos a tomar un camino independiente, los stalinistas los metieron en el Kuomintang burgués. Esta lista podría continuar indefinidamente. Tanto en las pequeñas cuestiones como en las grandes encontramos siempre el mismo espíritu de mímica, de imitación constante del contrincante, un esfuerzo por utilizar no sus propias armas -que, ¡ay! no poseen- sino armas robadas del arsenal del enemigo.

El actual régimen del partido actúa en la misma dirección. Hemos escrito y dicho más de una vez que el absolutismo del aparato, desmoralizando a la capa dirigente de la Comintern, humillando a los obreros avanzados y privándoles de individualidad, aplastando y distorsionando la personalidad revolucionaria, debilita inevitablemente a la vanguardia proletaria frente al enemigo. ¡Quien inclina sumisamente la cabeza ante toda orden venida de arriba, no sirve para nada como luchador revolucionario!

Los funcionarios centristas han sido zinovievistas bajo Zinoviev, bujarinistas bajo Bujarin, stalinistas y molotovianos cuando ha llegado el turno de Stalin y Molotov. Han inclinado sus cabezas incluso ante Manuilsky, Kuusínen y Lozovsky. En cada etapa que transcurría repetían las palabras, las entonaciones y los gestos del «dirigente» de turno; siguiendo órdenes, rechazaban hoy aquello por lo que habían jurado ayer y, metiéndose dos dedos en la boca, silbaban al jefe retirado, al que hasta ayer habían alzado en hombros. Bajo este desastroso régimen se mutila el valor revolucionario, se malgasta la conciencia teórica y se ablanda la columna vertebral. Solamente los burócratas que han pasado por la escuela de Zinoviev y Stalin pueden sustituir con tanta facilidad la revolución proletaria por la popular y, habiendo declarado renegados a los bolcheviques-leninístas, pasear en hombros a chovinistas del tipo de Scheringer.

 

La «guerra revolucionaria» y el pacifismo
 

Los Scheringer y los Stenbock-Fermor ven favorablemente la causa del partido comunista como continuador directo de la guerra de los Hohenzollern. Para ellos, las víctimas de la horrible matanza imperialista continúan siendo héroes que han caído por la libertad del pueblo alemán. Están dispuestos a llamar guerra «revolucionaria» a una nueva guerra por la Alsacia-Lorena y Prusia Oriental. Están dispuestos a aceptar -por ahora, de palabra- la «revolución popular», si ello puede servir como medio para movilizar a los obreros para su guerra « revolucionaria ». Todo su programa se basa en la idea de la revanche [venganza]: si mañana les parece que se puede conseguir el mismo propósito por otro camino, dispararán por la espalda contra el proletariado revolucionario. Esto no debería pasarse por alto, sino exponerse. La vigilancia de los obreros no debe ser descuidada, sino estimulada. ¿Como está actuando el partido?

En la Fanfare comunista del 1 de agosto, en plena campaña de agitación por el referéndum rojo, se editó un retrato de Scheringer junto con uno de sus mensajes apostólicos. He aquí lo que decía textualmente: «La causa de los muertos de la guerra mundial, que han dado sus vidas por una Alemania libre, es traicionada por todo el que se opone hoy a la revolución popular, a la guerra revolucionaria de liberación.» No cree uno en sus propios ojos al leer estas revelaciones en las paginas de una prensa que se llama a si misma comunista. ¡Y todo esto se recubre con los nombres de Lenin y Liebknecht! Qué látigo tan largo habría tomado en sus manos Lenin para castigar polémicamente semejante comunismo. Y no se habría quedado en los artículos polémicos. Habría presionado para la convocatoria de un congreso internacional extraordinario, para purgar sin piedad la gangrena del chovinismo de las filas de la vanguardia proletaria.

«No somos pacifistas», replican orgullosamente los Thaelmann, Remmele y otros. «Estamos a favor de la guerra revolucionaria por principio.» Como prueba, están dispuestos a reproducir algunas citas de Marx y Lenin, seleccionadas para ellos en Moscú por algún «profesor rojo» ignorante. ¡Se podría pensar realmente que Marx y Lenin eran los defensores de las guerras nacionales y no de las revoluciones proletarias! Como si la concepción de la guerra revolucionaria de Marx y de Lenin tuviese algo que ver con la ideología nacionalista de los oficiales fascistas y los cabos centristas. Con la frase barata de la guerra revolucionaria, la burocracia stalinista atrae a docenas de aventureros, pero rechaza a cientos de miles y millones de obreros socialdemócratas, cristianos y sin partido. «¿Significa esto que usted nos recomienda imitar el pacifismo de la socialdemocracia? » nos objetará algún teórico particularmente profundo del nuevo curso. No, a lo que menos inclinados nos sentimos de todo es a la imitación, ni siquiera del estado de ánimo de la clase obrera; pero debemos tenerlo en cuenta. Sólo estimando correctamente su estado de animo podrán las amplias masas del proletariado ser arrastradas a la revolución. Pero la burocracia, imitando la fraseología del nacionalismo pequeñoburgués, ignora los sentimientos reales de los trabajadores que no quieren la guerra, que no pueden quererla y que sienten repulsión por las fanfarronadas militares de la nueva empresa Thaelmann, Scheringer, conde Stenbock-Fermor, Heinz Neumann y Cía.

El marxismo, por supuesto, no puede dejar de tener en cuenta la posibilidad de una guerra revolucionaria en el caso de que el proletariado tome el poder. Pero esto está muy lejos de convertir una posibilidad histórica, que nos puede ser forzada por el curso de los acontecimientos, en una consigna política de lucha antes de la toma del poder. Una guerra revolucionaria, como algo que nos viene dado por la fuerza en ciertas condiciones, como consecuencia de la victoria proletaria, es una cosa. Una revolución «popular» como medio para la guerra revolucionaria es algo completamente diferente, incluso directamente opuesto.

A pesar del reconocimiento de principio de la guerra revolucionaria, el gobierno de la Rusia soviética firmó, como ya se sabe, la muy onerosa paz de Brest-Litovsk. ¿Por qué? Porque los campesinos y los obreros, con la excepción de una pequeña sección avanzada, no querían la guerra. Más tarde, los mismos campesinos y obreros defendieron heroicamente la revolución soviética contra innumerables enemigos. Pero cuando intentamos transformar la dura guerra defensiva, que nos había impuesto Pi1sudski, en una guerra ofensiva, sufrimos una derrota, y ese error, que surgió de una estimación incorrecta de las fuerzas, pesó muy duramente sobre el desarrollo de la revolución.

El Ejército Rojo lleva existiendo catorce años. «No somos pacifistas». Pero, ¿por qué declara el gobierno soviético su política pacífica en cada ocasión? ¿Por qué propone el desarme y concluye pactos de no agresión? ¿Por qué no pone en movimiento al Ejército Rojo como arma de la revolución proletaria mundial? Obviamente, no es suficiente estar a favor de la guerra revolucionaria en los principios. Se debe tener además la cabeza sobre los hombros. Se deben tener en cuenta las circunstancias, la correlación de fuerzas y el estado de ánimo de las masas.

Si tener en cuenta el estado de ánimo de los obreros y los trabajadores en general es imperativo para un gobierno obrero que tiene un poderoso aparato estatal de compulsión en sus manos, un partido revolucionario debe estar muchísimo más atento, puesto que solamente puede actuar convenciendo, y no forzando. La revolución para nosotros, no es un medio subordinado para la guerra contra Occidente sino, por el contrario, un medio para evitar las guerras, de cara a terminar con ellas de una vez por todas. No luchamos contra la socialdemocracia ridiculizando sus esfuerzos por la paz, lo que es inherente a cualquier trabajador, sino revelando la falsedad de su pacifismo, porque la sociedad capitalista, que es rescatada todos los días por la socialdemocracia, es inconcebible sin la guerra. La «liberación nacional» de Alemania depende, en nuestra opinión, no de una guerra con Occidente sino de una revolución proletaria que comprenda tanto la Europa central como la occidental, y que la una con la Europa oriental en la forma de unos Estados Unidos Soviéticos. Solamente este modo de plantear la cuestión puede unir a la clase obrera y convertirla en un foco de atracción para las masas pequeñoburguesas desesperadas. Para que el proletariado sea capaz de dictar su voluntad a la sociedad moderna, su partido no debe avergonzarse de ser un partido proletario ni de hablar su propio lenguaje, no el lenguaje de la revanche nacional, sino el lenguaje de la revolución internacional.

 

Como deben pensar los marxistas
 

El referéndum rojo no cayó del cielo: surgió, de una degeneración ideológica avanzada del partido. Pero no por ello deja de ser la más maligna aventura imaginable. El referéndum no se convirtió de ningún modo en el punto de partida de la lucha revolucionaria por el poder. Se mantuvo plenamente en el marco de una maniobra parlamentaria subsidiaria. Con su ayuda, el partido logró infligirse a sí mismo una derrota múltiple. Habiendo fortalecido al gobierno de la socialdemocracia, y consecuentemente al de Brüning, habiendo encubierto la derrota de los fascistas y habiendo provocado el rechazo de los obreros socialdemócratas y de una considerable porción de su propio electorado, el partido se volvió, al día siguiente del referéndum, considerablemente mas débil de lo que era en vísperas del mismo. Era imposible rendir mejor servicio al capitalismo alemán y mundial.

La sociedad capitalista, particularmente en Alemania, ha estado al borde del colapso varias veces en la última década y media; pero, en cada ocasión, ha resurgido de la catástrofe. Los prerrequisitos económicos y sociales de la revolución son insuficientes por sí mismos. Son necesarios los prerrequisitos políticos, es decir, una correlación de fuerzas que, si no asegura la victoria por adelantado -no existen semejantes situaciones en la historia-, la haga al menos posible y probable. El cálculo estratégico, la audacia, la resolución, transforman posteriormente lo probable en realidad. Pero ninguna estrategia puede hacer posible lo imposible.

En lugar de frases generales sobre la profundización de la crisis y la «situación cambiante», el comité central estaba obligado a señalar de modo preciso cuál es la actual correlación de fuerzas dentro del proletariado alemán, de los sindicatos, de los comités de fábrica, qué conexiones tiene el partido con los obreros agrícolas, etc. Estos datos están abiertos a una investigación detallada, y no son ningún secreto. Si Thaelmann tuviera el valor de enumerar abiertamente y sopesar todos los elementos de la situación política, se vería obligado a llegar a la conclusión de que, a pesar de la crisis monstruosa del sistema capitalista y el considerable crecimiento del comunismo en el último periodo, el partido es todavía demasiado débil para tratar de forzar la situación revolucionaria. Al contrario, son los fascistas los que se esfuerzan en ello. Todos los partidos burgueses están dispuestos a ayudarles en esto, incluida la socialdemocracia. Porque todos temen a los comunistas más que a los fascistas. Con la ayuda del plebiscito prusiano, los nacionalsocialistas quieren provocar el colapso del extremadamente inestable equilibrio gubernamental, de cara a forzar a los estratos vacilantes de la burguesía a que les apoyen en la causa de una sentencia sangrienta contra los obreros. Apoyar a los fascistas sería la mayor estupidez por nuestra parte. Es por esto por lo que estamos en contra del plebiscito fascista Es así como Thaelmann deberíia haber concluido su informe, si le quedase una gota de conciencia marxista.

Después de esto, hubiera sido oportuno abrir una discusión tan amplia y franca como fuese posible, porque es necesario para los dirigentes incluso para los que son tan infalibles como Heffiz Neumann y Remmele, escuchar atentamente a cada giro la voz de las masas. Es necesario escuchar no solamente las palabras oficiales que un comunista dice algunas veces, sino también esas ideas mis profundas y populares que se esconden detrás de sus palabras. Es necesario no disponer de los obreros, sino ser capaz de aprender de ellos.

Si la discusión hubiese sido franca, entonces es probable que alguno de los participantes hubiese hecho una intervención más o menos como esta: «Thaelmann tiene razón cuando dice que, a pesar de los indudables cambios en la situación, no debemos, a causa de la correlación de fuerzas, intentar imponer una solución revolucionaria. Pero, precisamente por esa razón, nuestros enemigos más encarnizados están buscando el estallido, como estamos viendo. ¿Somos capaces, en semejante situación, de ganar el tiempo que necesitamos para efectuar los cambios preliminares en la correlación de fuerzas, esto es, de arrebatar a lo principal de las masas proletarias de la influencia de la socialdemocracia y forzar así a los desesperados estratos inferiores de la pequeña burguesía a volver la cara hacia el proletariado y dar la espalda al fascismo? Si todo ocurre así, muy bien. Pero, ¿y si los fascistas, contra nuestra voluntad, llevan las cosas hasta un levantamiento en un futuro próximo? ¿Estará entonces condenada de nuevo la revolución proletaria a una grave derrota?»

Entonces Thaelmann, si fuera marxista, habría contestado correctamente así: «Por supuesto, la elección del momento de la batalla decisiva no depende solamente de nosotros, sino también de nuestros enemigos. Estamos totalmente de acuerdo en que la tarea de nuestra estrategia en el momento actual consiste en dificultar, en hacer que no sea fácil para nuestros enemigos forzar un estallido. Pero si, a pesar de todo, nuestros enemigos nos declaran la guerra, debemos desde luego aceptarla, porque no hay ni puede haber una derrota más grave, más destructiva, más aniquiladora, más desmoralizante que la entrega sin lucha de grandes posiciones históricas. Si los fascistas toman la iniciativa de un estallido por si mismos -si está claro para las masas populares— en las condiciones actuales, empujarán a nuestro lado a amplias capas de las masas trabajadoras. En tal caso, tendremos una probabilidad tanto mayor de ganar la victoria cuanto más claramente mostremos y demostremos hoy a los millones de trabajadores que no pretendemos en absoluto llevar a cabo revoluciones sin ellos y contra ellos. Debemos decir pues, claramente, a los obreros socialdemócratas, cristianos y sin partido: "Los fascistas, una pequeña minoría, desean derrocar al gobierno actual para tomar el poder. Nosotros, los comunistas, pensamos que el actual gobierno es el enemigo del proletariado, pero este gobierno se apoya en vuestra confianza y vuestros votos; deseamos derrocar a este gobierno por medio de una alianza con vosotros, no por medio de una alianza con los fascistas contra vosotros. Si los fascistas intentan organizar un levantamiento, entonces nosotros, los comunistas, lucharemos con vosotros hasta la última gota de sangre -no para defender al gobierno de Braun y Brüning, sino para salvar a la flor y nata del proletariado de ser aniquilada y estrangulada, para salvar las organizaciones y la prensa obreras, no solamente nuestra prensa comunista, sino también vuestra prensa socialdemócrata. Estamos dispuestos junto con vosotros a defender cualquier local obrero, el que sea, cualquier imprenta de prensa obrera de los ataques de los fascistas. Y os llamamos a comprometeros a venir en nuestra ayuda en caso de amenaza contra nuestras organizaciones. Proponemos un frente único de la clase obrera contra los fascistas. Cuanto más firme y persistentemente llevemos a cabo esta política, aplicándola a todas las cuestiones, más difícil será para los fascistas cogernos desprevenidos, y menores serán sus posibilidades de derrotarnos en una lucha abierta".» Así habría respondido nuestro hipotético Thaelmann.

Pero aquí ocupa el estrado Heinz Neumann, el orador penetrado hasta la médula por grandes ideas: «No resultará nada de semejante política», dice. «Los dirigentes socialdemócratas dirán a los obreros: «No creáis a los comunistas, no les preocupa en absoluto salvar las organizaciones obreras, sino que desean simplemente tomar el poder; nos consideran como socialfascistas y no hacen ninguna distinción entre nosotros y los nacionalistas.» Es por eso por lo que la política que propone Thaelmann simplemente nos haría aparecer de forma ridícula ante los ojos de los obreros socialdemócratas. »

A esto, Thaelmann debería contestar: «Llamar a los socialdemócratas socialfascistas es, efectivamente, una estupidez que nos confunde en todo momento crítico y que nos impide encontrar un camino hacia los obreros socialdemócratas. Lo mejor que podemos hacer es renunciar a esta estupidez. En cuanto a la acusación de que bajo la pretensión de defender a la clase obrera y a sus organizaciones deseamos simplemente tomar el poder, les diremos a los obreros socialdemócratas: sí, los comunistas nos esforzamos por conquistar el poder, pero para eso queremos la mayoría incondicional de la clase obrera. El intento de tomar el poder apoyándose en una minoría es una vil aventura con la que no tenemos nada que ver. No somos capaces de obligar a la mayoría de los obreros a seguirnos; solamente podemos tratar de convencerlos. Si los fascistas derrotasen a la clase obrera, entonces sería imposible hablar siquiera de la conquista del poder por los comunistas. Para proteger a la clase obrera y sus organizaciones de los métodos fascistas debemos asegurarnos a nosotros mismos la posibilidad de convencer a la clase obrera y conducirla detrás nuestro. Somos incapaces, por tanto, de llegar al poder de otra forma que protegiendo, si es necesario con las armas en la mano, todos los elementos de democracia obrera en el Estado capitalista.»

A esto debería añadir Thaelmann: «Para ganar la confianza firme e indestructible de la mayoría de los obreros debemos sobre todo cuidarnos de no echarles arena a los ojos, no exagerar nuestras fuerzas, no cerrar nuestros ojos a los hechos o, todavía peor, distorsionarlos. Pretendiendo ser muy fuertes simplemente nos debilitamos. En esto, amigos, no hay ninguna “mala fe”, ningún “pesimismo”. ¿Por qué habríamos de ser pesimistas? Ante nosotros hay posibilidades gigantescas. Para nosotros hay un futuro ilimitado. El destino de Alemania, el destino de Europa, el destino del mundo entero dependen de nosotros. Pero es precisamente quien cree firmemente en el futuro revolucionario quien no tiene necesidad de ilusiones. El realismo marxista es un prerrequisito del optimismo revolucionario. »

Esto es lo que habría contestado Thaelmann si fuese marxista. Pero, desgraciadamente, no lo es.

 

¿Por qué estaba callado el partido?

Pero, ¿cómo, entonces, ha podido permanecer callado el partido? El informe de Thaelmann, que significa un giro de 180 grados en el problema del referéndum, fue aceptado sin discusión. Así había sido propuesto desde arriba -pero propuesto quiere decir ordenado. Todas las informaciones de Die Rote Fahne dicen que, en todos los mítines del partido, el referéndum fue aceptado «unánimemente». Esta unanimidad es presentada como un signo de la fuerza particular del partido. ¿Cuánto y dónde había habido en la historia del movimiento revolucionario tal «Monolitismo» estúpido? Los Thaelmann y los Remmele juran por el bolchevismo. Pero toda la historia del bolchevismo es la historia de una intensa lucha interna a través de la cual el partido alcanzó sus puntos de vista y forjó sus métodos. La crónica del año 1917, el año más importante en la historia del partido, esta` llena de intensas luchas internas, como también lo está la historia de los cinco primeros años después de la conquista del poder; a pesar de esto, no hubo ni una sola escisión, ni una sola expulsión importante por motivos políticos. Pero, ya veis, después de todo, a la cabeza del partido bolchevique había dirigentes de otra estatura, otro temple y otra autoridad que los Thaelmann, Remmele y Neumann. ¿De dónde pues este terrible «monolitismo» de hoy, esta unanimidad destructiva que transforma cada giro de los infortunados dirigentes en ley absoluta para un partido gigantesco?

¡Sin discusión! Porque, como explica Die Rote Fahne, «en esta situación necesitamos hechos, no discursos». ¡Repulsiva hipocresía! El partido debe lograr «hechos», pero renuncia a participar en su discusión previa. Y, ¿de que hecho se trata en este momento? Del problema de colocar una pequeña cruz en un cuadro en un papel oficial; y, más aún, al contar las pequeñas cruces proletarias no existe siquiera la posibilidad de asegurar que no son cruces fascistas. ¡Aceptad el nuevo salto mortal de los dirigentes designados por la providencia sin ninguna duda, sin ninguna consideración, sin ninguna pregunta, sin tan siquiera ansiedad en vuestra mirada, porque de otro modo seréis... renegados, contrarrevolucionarios! :Éste es el ultimátum que la burocracia stalinista internacional encañona como un revólver contra la sien de cada militante.

Aparentemente, da la impresión de que las.,masas aceptan este régimen y que todo marcha estupendamente. ¡Pero no! Las masas no son en absoluto arcilla con la que pueda uno modelar lo que desee. Responden a su manera, de forma lenta pero muy impresionante, a los patinazos y absurdidades de la dirección. Resisten a su modo a la teoría del «tercer período» cuando boicotean los innumerables «días rojos». Abandonan en Francia los sindicatos rojos cuando no pueden oponerse a los experimentos de Lozovsky y Monmousseau de forma normal. No aceptando la «idea» del referéndum rojo, cientos de miles y millones de obreros evitan la participación en él. Este es el pago por los crímenes de la burocracia centrista, que imita abyectamente al enemigo de clase pero trabaja para él sujetando fuertemente por el cuello a su propio partido.

 

¿Qué dice Stalin?

¿Aprobó realmente Stalin el nuevo zigzag por adelantado? Nadie lo sabe, como nadie sabe las opiniones de Stalin sobre la revolución española. Stalin permanece callado. Cuando dirigentes más modestos, empezando por Lenin, deseaban ejercer influencia sobre la política de un partido hermano, hacían discursos o escribían artículos. La cuestión era que ellos tenían algo que decir. Stalin no tiene nada que decir. Emplea la astucia con el proceso histórico como la emplea con las personas individuales. No se preocupa de cómo ayudar al proletariado alemán o español a dar un paso hacia delante, sino de cómo garantizarse a sí mismo por adelantado una retirada política.

Un ejemplo no superado de la duplicidad de Stalin sobre los problemas básicos de la revolución mundial es su actitud ante los acontecimientos alemanes de 1923. Recordemos lo que escribió a Zinoviev y Bujarin en agosto del mismo año: «¿Deberían los comunistas esforzarse (en la etapa actual) por tomar el poder sin los socialdemócratas? ¿Están ya maduros para ello? En mi opinión, el problema es éste. En el momento de tomar el poder en Rusia, nosotros teníamos reservas tales como (1) la paz, (2) la tierra para los campesinos, (3) el apoyo de la enorme mayoría de la clase obrera, (4) la simpatía del campesinado. En la actualidad, los comunistas alemanes no poseen nada semejante. Es cierto que tienen como vecino al país de los soviets, cosa que nosotros no teníamos, pero ¿qué podemos hacer nosotros por ellos en el momento actual? Si en la actualidad cayese el poder en Alemania, por así decirlo, y los comunistas fueran a tomarlo, fracasarían estrepitosamente. Esto «en el mejor de los casos». En el peor de los casos, se harían añicos y se verían forzados a retroceder... En mi opinión, debemos retener a los alemanes y no estimularlos.» De este modo, Stalin se situaba a la derecha de Brandler, quien, en agosto-septiembre de 1923, consideraba, por el contrario, que la conquista del poder en Alemania no presentaría ninguna dificultad, sino que las dificultades empezarían al día siguiente de la conquista del poder. En la actualidad, la opinión oficial de la Komintern es que los brandlerianos dejaron escapar en el otoño de 1923 una excelente situación revolucionaria. El principal acusador de los brandlerianos es... Stalin. ¿Ha explicado a la Comintern, no obstante, cuál era su posición en aquel año? No, porque no hay la menor necesidad: basta con prohibir a las secciones de la Comintern que planteen la cuestión.

Indudablemente, Stalin tratará de jugar de la misma forma con la cuestión del referéndum. Thaelmann [1] no podría exponerlo aunque se atreviese. Stalin ha trabajado en el comité central alemán por medio de sus agentes y se ha retirado ambiguamente a la retaguardia. En caso de que la nueva línea obtuviese una victoria, todos los Manuilsky y los Remmele proclamarían que la iniciativa fue de Stalin. En caso de una derrota, Stalin conserva todas las posibilidades de encontrar algún culpable. Ahí se encuentra precisamente la quintaesencia de su estrategia. En este campo es fuerte.

 

¿Qué dice Pravda?

¿Y qué es lo que dice entonces Pravda, el periódico dirigente del partido dirigente de la Internacional Comunista? Pravda ha sido incapaz de presentar un solo articulo serio, ni siquiera un intento de analizar la situación en Alemania. Extrae tímidamente media docena de frases vacías del largo discurso programático de Thaelmann. Y, realmente, ¿qué podría decir la actual Pravda, descabezada, débil, servil respecto de la burocracia y enredada en contradicciones? ¿Qué podría decir Pravda cuando Stalin permanece callado?

Pravda del 24 de julio explicaba el giro de Berlín de la siguiente forma: «La no participación en el referéndum significaría que los comunistas apoyan el actual Landtag reaccionario.» Todo el asunto se reduce aquí a un simple voto de desconfianza. Pero, en tal caso, ¿por que no tomaron los comunistas la iniciativa del referéndum? ¿por qué lucharon durante varios meses contra esta iniciativa? ¿y por qué, el 21 de julio, cayeron de rodillas repentinamente ante ella? El argumento de Pravda es un argumento caduco del cretinismo parlamentario, y nada más.

El 11 de agosto, después del referéndum, Pravda cambió de argumento: «El propósito de la participación en el referéndum consistía para el partido en la movilización extraparlamentaria de las masas.» Pero, ¿no era precisamente para eso, para la movilización extraparlamentaria de las masas, para lo que se había elegido la fecha del 1 de agosto? No nos detendremos ahora a criticar los «días rojos» del calendario. Pero, en el primero de agosto, el partido comunista movilizó a las masas bajo sus propias consignas y bajo su propia dirección. ¿Por qué razón, pues, hacía falta una movilización, una semana más tarde, tal que los movilizados no se ven los unos a los otros, que ninguno de ellos es capaz de calcular su número, que ni siquiera ellos, ni sus amigos, ni sus enemigos, son capaces de distinguirlos de sus enemigos mortales?

Al día siguiente, en el número del 12 de agosto, Pravda declara, ni más ni menos, que «los resultados de la votación han significado ... el mayor golpe que jamás haya dado la clase obrera a la socialdemocracia. » No daremos las estadísticas del referéndum. Son conocidas por todos (excepto por los lectores de Pravda) y dan una bofetada en la cara a la estúpida y vergonzosa baladronada de Pravda. Esta gente considera como algo normal mentir a los trabajadores, echarles arena a los ojos.

El leninismo oficial está aplastado y pisoteado bajo los talones del epigonismo burocrático. Pero el leninismo no oficial está vivo. Que no piensen los funcionarios desbocados que todo pasará impunemente para ellos. Las ideas científicamente fundadas de la revolución proletaria son más fuertes que el aparato, más fuertes que cualquier cantidad de dinero, más fuertes que la más feroz represión. En asuntos de aparato, dinero y represión, nuestros enemigos de clase son incomparablemente más fuertes que la actual burocracia stalinista. Pero, sin embargo, en el territorio de Rusia les vencimos. El proletariado revolucionario les vencerá en todas partes. Para eso necesita una política correcta. La vanguardia proletaria ganará el derecho a desarrollar la política de Marx y Lenin en la lucha contra el aparato estalinista.

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[1] El problema de si Thaelmann estaba en contra del giro y solamente se subordinó a Remmele y Neumann, que encontraron apoyo en Moscú, no nos preocupa aquí, siendo enteramente personal y anecdótico: la cuestión es el sistema. Thaelmann no se atrevió a recurrir al partido y, en consecuencia, sobre él recae toda la responsabilidad.