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La imaginación realista

Ariane Díaz

Trotsky desgrana a lo largo de su autobiografía, Mi vida, sencillas y cortas definiciones de los distintos momentos que atravesó el Partido Bolchevique, y las diversas peleas que dio Lenin para forjar lo que podríamos llamar un “partido leninista” –probablemente porque el libro fue escrito en medio de los ataques stalinistas que pretendían integrar una nueva concepción del “leninismo” que sirviera para justificar los zig zag de su política y acabar con la vieja guardia bolchevique, para lo cual necesitaba, como en las fotos, retoques y eliminaciones que acabaran con lo que hubiera de revolucionario en esa tradición–. Dos son especialmente sucintas pero cargadas de contenido.

La primera se refiere a los años de exilio y de disputa con las distintas fracciones dentro de la socialdemocracia rusa, después de la derrota de la revolución de 1905: “Transcurrieron largos años en los que se agruparon minuciosamente las fuerzas, se realizó una educación política y se transformó la experiencia en teoría” (p.202). La otra se refiere a la experiencia iskrista a la que considera “ensayo” de la organización que “desarrollándose y templándose, tomando la ofensiva o dirigiendo la retirada, ligándose cada vez más estrechamente con las masas obreras, y proponiéndoles tareas cada vez más importantes, iba a derrocar, quince años más tarde, a la burguesía y tomar el poder” (p.172). La primera da cuenta del proceso de forjamiento del programa, la estrategia y los cuadros partidarios en un período reaccionario que siguió a la derrota de 1905. La segunda, de la relación que estos cuadros y esta política entablaron con los sectores de masas a los que pretendía dirigir.

No son etapas evolutivas. El desarrollo de la teoría y el programa, los debates estratégicos y la formación de cuadros no se realizan sin duda por fuera de las experiencias del movimiento obrero y sus luchas. La práctica dirigida a ganar influencia en sectores del movimiento obrero no está exenta del debate ideológico y teórico, ni de nuevas lecciones políticas de la lucha de clases en que el partido debe seguir educándose. No se trata de forjar el programa y después ofrecérselo a las masas. Si pueden reconocerse etapas, tienen más que ver con el contexto general de la relación de fuerzas entre las clases que abren o cierran las posibilidades de desarrollo de un partido revolucionario.

Pero además, el partido no se relaciona “con la masas” sin mediaciones. En primera instancia, porque las masas trabajadores no son una masa indiferenciada sino un colectivo atravesado por diferencias culturales, tradiciones, y sobre todo –desde la llegada del imperialismo–, por divisiones reaccionarias provocadas por la misma burguesía que busca transmitir su política en el movimiento obrero a través de distintos mecanismos, entre los cuales podemos contar a los sindicatos por ello mismo estatizados; por lo tanto, la clase obrera no es homogénea desde el punto de vista político, y en su seno e instituciones se disputan y ponen en juego distintas estrategias.

Un partido revolucionario no puede consistir entonces en un engorde paulatino que en algún momento llegue a representar a toda “la clase”, sino que deberá buscar que su experiencia hecha teoría, su estrategia, se haga carne en un sector de la clase que a través de distintos engranajes –sindicatos recuperados, coordinadoras, agrupaciones– logre ganar para su política a distintos sectores del movimiento obrero y a otros sectores de las clases explotadas y oprimidas. Es decir que el partido debe buscar conscientemente su inserción en la clase y la posibilidad de ser parte (sacando las mejores conclusiones posibles) de sus victorias y derrotas, para contar con las fuerzas materiales suficientes dispuestas a defender y llevar a cabo su política y ganarse el derecho de dirigir las grandes “maniobras” de masas en los momentos de giros bruscos de la lucha de clases.

En ese sentido, hace tiempo ha pasado la hora de los partidos obreros “de masas” en el sentido de un organismo que “organice a las masas desorganizadas”, reflejando el crecimiento y autorreconocimiento propio de la clase obrera, como pudo ser el modelo de la socialdemocracia alemana en tiempos de expansión del capitalismo. A lo largo de ¿Qué hacer?, aun defendiendo contra el economicismo ruso lo que consideraba la “ortodoxia kautskiana”, va apareciendo una noción de continuidad no mecánica entre la clase y el partido revolucionario, que no sólo organizará a la clase sino que, como su destacamento de vanguardia, delimitara una estrategia revolucionaria de las estrategias oportunistas que asomaban dentro de la propia socialdemocracia rusa. Para Lenin, las masas no sólo son derrotadas militarmente, sino que muchas veces son desviadas previamente utilizando estas discontinuidades o cooptadas en sus capas dirigentes. El enfrentamiento entre revolución y contrarrevolución suponen batallas previas que llevaron a distintas relaciones de fuerzas establecidas y a distintas estrategias probadas y preparadas previamente. La misma socialdemocracia europea que el marxismo ruso vería como modelo mostró su peor rostro con el apoyo a sus burguesías nacionales en la primera Guerra, lo que llevó a Lenin y Trotsky a formar una nueva Internacional–.

Las vertientes “economicistas” actuales que defienden una política “no partidista” en el movimiento obrero en pos de “la unidad”, dejan el campo libre al desarrollo e influencia de la política burguesa, dejando que se profundicen las diferencias en su seno, mientras niegan a la clase el derecho, y la necesidad, de ser sujetos políticos, confinándolos en el sindicalismo. Quienes por su parte insisten en la lucha política pero no están dispuestos a construirla en el movimiento obrero sino “hablando en su nombre”, por ejemplo en el Parlamento, no avanzan mucho más en este sentido: dejan el campo libre al sindicalismo mientras educan a sus cuadros y simpatizantes en la misma lógica parlamentaria que en principio dicen combatir para más temprano que tarde, probablemente, adaptarse a ella. Ambas estrategias pueden ser, claro, estar representadas por organizaciones diversas incluso duramente enfrentadas de palabra, pero compatibles políticamente, o cohabitantes en una misma organización solidificándose como una “división de tareas” cuya unidad es el respeto por las instituciones burguesas tal como éstas vienen dadas.

Un partido obrero revolucionario, en la época imperialista, es un partido de los destacamentos avanzados de la clase obrera que busca dirigir con su política a sectores de masas del propio movimiento obrero y, con una política hegemónica, a otros sectores explotados y oprimidos, y esto sólo puede hacerlo si ha buscado preparatoriamente insertarse en el movimiento obrero, ganar a fracciones para su política en las instituciones en que éstos se nuclean –especialmente, entonces, los sindicatos– y en otros sectores potencialmente aliados –como la juventud, el movimiento estudiantil, etc.–.

Por supuesto, tales posibilidades y el éxito de esta política estarán en relación a la situación de la lucha de clases más general. En las últimas décadas, vimos momentos es que sólo mantener tapados algunos cuadros en grandes fábricas, o una interna o una comisión de higiene y seguridad, fueron de por sí grandes desafíos. En los últimos años, la crisis con la burocracia sindical, la existencia de un sindicalismo de base combativo y más recientemente, el peso ganado por la izquierda revolucionaria en el movimiento obrero, señalan la necesidad de poner en nuestra orden del día las posibilidades y desafíos de un trabajo de inserción e influencia en el movimiento obrero, posibilidades que ni va a ser eternas y desafíos que no van a ser un camino de victorias sin duros enfrentamientos y derrotas. Pero una organización que no esté dispuesta a realizar esta tarea, en la medida de las posibilidades pero ofensivamente, o bien permanecerá como un pequeño grupúsculo sin perspectivas o bien se adaptará a las formas burguesas de relación con el movimiento obrero: parlamentarismos y sindicalismos sin lazos orgánicos reales con los sectores de la clase.

Unas páginas más delante de estas citas, Trotsky define en apretadas páginas qué es lo que permitió forjar un partido revolucionario en que se fusionaran la experiencia del movimiento obrero convertida en teoría y los anhelos, demandas y las fuerzas más profundas de las masas, y al partido forjado por Lenin dirigirlo, su “imaginación realista”.

La conciencia teórica más elevada que se tiene de una época en un determinado momento, se fusiona con la acción directa de las capas más profundas de las masas oprimidas alejadas de toda teoría. La fusión creadora de lo consciente con lo inconsciente es lo que se llama comúnmente inspiración. La revolución es un momento de impetuosa inspiración en la historia. […] Para poder dirigir estos trabajos había que tener, aparte de otras cualidades, una capacidad gigantesca de imaginación creadora. Una de las facultades más valiosas de este talento de representación es la de imaginarse a los hombres, a las cosas y los hechos tal como son en realidad, aun sin haberlos visto nunca. Saber utilizar todas las experiencias de vida y las bases teóricas, unir los pequeños rasgos distintivos, tomados al vuelo, completándolos según las leyes todavía no formuladas de coincidencia y probabilidad, y de este modo hacer brotar, con todo su relieve concreto, un determinado sector de la vida humana: esta es la imaginación, sin la que no puede concebirse un legislador, un administrador, ni un líder, sobre todo en una época revolucionaria. Esta imaginación realista era el gran fuerte de Lenin (p.349-358).



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