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Clásicos de León Trotsky online

X. Contra la burocracia, progresista y no progresista

X. Contra la burocracia, progresista y no progresista

 

 

He de hablar otra vez, y probablemente no sea la última, sobre los problemas de la vida de la clase trabajadora. Mi objetivo al respecto es defender el creciente y, a mi juicio, más legítimo interés de las masas contra los ataques de las críticas más burocráticas que progresistas.

La burocracia progresista desaprueba todas las discusiones que sobre los problemas de la vida se lleven a cabo en la prensa, en clubes y en mítines. ¿Cuál es la utilidad, se preguntan, de perder tiempo en discusiones? Dejad que las autoridades comiencen a hacer funcionar los comedores comunales, las lavanderías, los albergues, etc. Y estos necios burócratas agregan a menudo (o más bien susurran o dan por supuesto, pues prefieren eso antes que hablar abiertamente): “Es pura palabrería, y nada más". Sin duda el burócrata supone (me pregunto si tiene en manos algún brillante plan financiero) que cuando seamos ricos, y sin necesidad de más palabras, obsequiaremos al proletariado con condiciones de vida más civilizadas como si se tratara de un regalo de cumpleaños.

No hay ninguna necesidad, afirman tales críticos, de realizar una propaganda dirigida a las masas, a favor de condiciones socialistas; el mismo proceso de trabajo crea “un sentido de sociabilidad”.

¿Qué tendríamos que responder a semejantes argumentos? Si el mencionado “sentido de sociabilidad”, creado por el mismo proceso de trabajo, constituyese un medio suficiente para resolver los problemas del socialismo, ¿qué necesidad habría de un partido comunista? Con todo, en realidad, el camino por recorrer desde ese “vago sentido de sociabilidad” hasta una firme voluntad de reconstrucción de la vida es sumamente largo.

La tarea de nuestro partido yace todo a lo largo de dicho camino. Los problemas acerca de los modos y condiciones de vida deben hacerse conscientes a las masas. Ningún gobierno, ni siquiera el más activo y emprendedor, podrá por ventura proceder a la trasformación de la vida sin la iniciativa de las masas. El Estado puede organizar las condiciones de vida dentro de las unidades más pequeñas de la comunidad: la familia.

Pero a menos que tales unidades se combinen por su propia voluntad y elección en un cuerpo político, ¿podrán acaso obtenerse modificaciones serias y radicales en las condiciones económicas y en la vida familiar?

El problema en nuestro caso no se reduce solamente a la necesidad de nuevas instituciones, tales como guarderías, comedores públicos, casas que funcionan como comunidades. Sabemos muy bien que muchas madres han rehusado entregar a sus hijos para que sean cuidados en las guarderías. No lo harían tampoco ahora, obstinadas como son por su inercia y prejuicio, en su rechazo de toda innovación. Muchas casas que habían sido asignadas a familias que vivían en comunidades quedaron en condiciones lastimosas y se hicieron inhabitables. Las personas que las habitaron no consideraron las viviendas comunitarias como un comienzo de las nuevas condiciones, las vieron por el contrario como si se tratara de cuarteles provistos por el Estado. Como resultado de la falta de preparación, los métodos apresurados, la carencia de una disciplina interna y la escasa cultura, las comunidades muy a menudo han experimentado un fracaso total. Los problemas de las condiciones de vida requieren un examen crítico integral y para ello es necesario disponer de métodos cuidadosamente elaborados. La marcha progresiva debe poseer una base segura en un acrecentado conocimiento de las condiciones de la vida doméstica y mayores demandas de vida cultural por parte de hombres y mujeres de la clase trabajadora, especialmente de las mujeres.

Quiero apuntar a unos pocos casos, que ilustran la relación existente entre la iniciativa del Estado y la de las masas en lo concerniente a los problemas de las condiciones de vida. En el momento actual, y gracias a la enérgica intervención del camarada Kerjenzev, un elemento de la vida muy importante —la puntualidad— se ha trasformado en objeto de especial atención.

Considerando dicho problema desde un punto de vista burocrático, se podría preguntar: “¿Para qué, finalmente aturullarse con ese tipo de discusiones? ¿Cuál es la utilidad de emprender una campaña de propaganda, fundar ligas con divisas para sus miembros, etc.? Dejad que las autoridades exijan puntualidad mediante un decreto, e impongan penas a propósito de su contravención”.

Pero tal decreto existe ya hoy día. Hace unos tres años, apoyado firmemente por el camarada Lenin, conseguí un reglamento acerca de la puntual asistencia a los mítines, comités, etc., promulgado y debidamente ratificado por el partido y los sóviets. Como es usual, también existían penas relacionadas con la infracción del decreto. El reglamento produjo algunos efectos, pero desafortunadamente no muchos. Trabajadores muy responsables todavía hoy día siguen llegando con más de media hora de retraso a las reuniones de comité. Creen honestamente que ello se debe a que tienen demasiados compromisos, pero en realidad su impuntualidad es producto del descuido y de un cierto menosprecio del tiempo, del propio y del de los demás. Una persona que llega siempre tarde porque está “terriblemente ocupada”, rinde en su trabajo necesariamente mucho menos que otra que llega siempre a tiempo dondequiera que sea aguardada. Resulta bastante curioso que durante los debates de nuestra Liga del tiempo la gente pareciera simplemente haber olvidado que dicho decreto existía. Por mi parte nunca he visto que la prensa lo mencionara. Esto demuestra cuán difícil es reformar las malas costumbres tan sólo a través de la legislación.

Por cierto, el decreto arriba mencionado debe ser rescatado del olvido y ser usado como soporte de la Liga del tiempo. Pero a menos que seamos ayudados por el esfuerzo de los elementos más avanzados de la masa laboral para el logro de la eficiencia y puntualidad indispensables, las medidas administrativas no tendrán efecto alguno. Los trabajadores “responsables” deben ser puestos a la luz del control público; así quizá tendrán cuidado de no robar tiempo a cientos y miles de trabajadores.

Tomemos ahora otro caso. Las autoridades han estado luchando durante varios años contra las malas impresiones, pruebas de imprenta, cosido y plegado de folios y libros.

Algunas mejorías se han producido, pero no muchas. Y por cierto, estos defectos de nuestras impresiones y ediciones no se deben a deficiencias técnicas. Los responsables son los lectores que no han alcanzado la instrucción necesaria para ser lo suficientemente exigentes. El Periódico de los Trabajadores, para tomar un ejemplo entre muchos, sale a circulación —quién sabe por qué— doblado por el largo en lugar de por el ancho de la hoja. Antes de empezar a leerlo, el lector tiene que desarmarlo para volver a doblarlo en la forma correcta y colocar en su sitio la hoja invertida.

Hacer todo eso, por ejemplo en un tranvía, no es cosa fácil.

Ningún editor burgués se atrevería a presentar a sus lectores un periódico semejante. El Moscú de los Trabajadores se publica con sus ocho hojas pegadas. Los lectores deben cortarlas con lo primero que hallen a mano, generalmente con los dedos, rasgando la mayoría de las veces parte del texto. El diario queda estropeado y en condiciones poco aptas como para ser pasado a otro lector cuando el primero lo haya leído. ¿Y por qué hay que soportar semejante descuido? Por supuesto la burocracia progresista echará toda la culpa a la inercia de los editores. En verdad, tal inercia es nociva. Luchamos contra ella usando incluso armas tales como las resoluciones de las conferencias del partido.

Pero aún peor es la pasividad de los lectores, su manera de desatender a su propio confort, su carencia de hábitos de cultura. De haber tan sólo golpeado con sus puños una o dos veces (de una manera civilizada, quiero decir) sobre la mesa del editor, éste no se habría atrevido a publicar su periódico con las hojas pegadas.

He aquí el motivo por el cual aun esas cuestiones triviales, como el cortado de las hojas de un diario o la encuadernación de los libros, deben ser minuciosamente investigadas y ampliamente discutidas en público. Éste es un medio educativo de elevar el nivel de cultura de las masas.

Y con más razón todavía se aplica todo lo dicho a la complicada red de las relaciones íntimas de la vida personal y familiar.

Nadie, en realidad, imagina que el gobierno soviético va a edificar viviendas admirablemente equipadas, comunidades provistas de toda clase de confort, a invitar al proletariado a abandonar los sitios donde actualmente habita para comenzar a vivir en las nuevas condiciones. Suponiendo incluso que esa gigantesca empresa pueda realizarse (lo que, por supuesto, no está en discusión), ello en nada ayudaría. El pueblo no puede ser coaccionado a adoptar los nuevos hábitos de vida; éstos deben madurar gradualmente en él como lo hicieron sus viejas costumbres. O bien debe deliberada y conscientemente crearse una nueva forma de vida, tal como lo hará en el futuro. La reorganización de la vida debe y puede ser iniciada ya mismo, gracias a los medios provistos por los salarios pagados en las actuales condiciones de nuestro sóviet. Cualesquiera sean estos salarios, el manejo de la casa en forma comunitaria es mucho más práctico que el de cada familia por separado. Una sola cocina en una amplia sala ensanchada a expensas de dos o tres habitaciones contiguas, es una disposición más provechosa que cinco, para no hablar de diez cocinas separadas. Pero si los cambios deben ser efectuados por iniciativa de las masas con el apoyo de las autoridades es obvio que un vago “sentido de sociabilidad” no podrá por sí mismo llevarlos a cabo.

Nuestro deber es procurarnos una clara comprensión de las cosas tal como son y tal como deberían ser. Sabemos cuán enormemente se ha beneficiado el desarrollo de la clase trabajadora gracias al reemplazo de los convenios personales por los colectivos, y qué trabajo minucioso deben realizar los gremios, cuán cuidadosamente deben ser discutidas para llegar a un acuerdo todas las cuestiones y detalles técnicos en las reuniones de delegados y demás asambleas. El reemplazo de las viviendas separadas por aquéllas donde varias familias llevan una vida de hogar en común es mucho más complicado y de importancia fundamental.

El viejo tipo de vida familiar recluida se ha desarrollado a espaldas del pueblo, mientras que una nueva vida fundada sobre bases comunitarias necesita para su aparición de un esfuerzo consciente por parte de todos los que participan en el cambio. El primer paso hacia un nuevo orden de vida debe consistir, por lo tanto, en hacer evidente la contradicción entre las viejas costumbres y las nuevas exigencias de la vida, contradicción que se hace cada vez más intolerable. Ésta es la tarea que el partido revolucionario debe cumplir. La clase trabajadora debe ser consciente de las contradicciones que se dan en el seno de la vida familiar, debe hacer que el núcleo del problema devenga plenamente inteligible y cuando esto se logre, aunque no fuese más que a través de los elementos más avanzados de la clase, ninguna inercia de los burócratas soviéticos se levantará contra el claro designio del proletariado.

Para dar fin a esta polémica contra los puntos de vista burocráticos en lo concerniente a los problemas de las formas de vida, traeré a colación una anécdota ilustrativa del camarada Karchevski, quien trató de abordar el problema de la reforma de la vida doméstica por métodos de cooperativas.

En el día de la cooperación internacional —escribe Karchevski (estoy citando una carta dirigida a mí)— he hablado con mis vecinos de piso, gente muy humilde de la clase trabajadora.

Al comienzo nada parecía propicio. “Abajo las cooperativas”, dijeron. “¿Qué utilidad tienen? ¡Cargan los precios más que en los mercados, y hay que caminar leguas antes de llegar a uno de esos abastecimientos!”. Y así continuaron. Ensayé, pues, otro método.

“Bueno, dije, supongan que nuestro sistema cooperativo está equivocado en un 90%. Pero analicemos la idea y los fines de la cooperación y, con el fin de considerar y lograr una mejor comprensión de nuestros hábitos de propiedad, prestemos atención en primer lugar a nuestros intereses y necesidades".

Por supuesto, todos convinieron en la necesidad de un club, una guardería, una cocina común, una escuela, una lavandería, un patio de juegos para los niños, etc. Veamos cómo podemos conseguir todo eso. Entonces uno de ellos sumamente nervioso e irritado gritó: “Usted dice que vamos a tener una comunidad adecuadamente equipada, pero todavía no vemos nada de eso”. Lo detuve: “¿Quién es usted? Aquí todos nos hemos puesto de acuerdo sobre la necesidad de contar con estas instituciones bien organizadas. ¿No acaba usted de lamentar que los chicos deban soportar la humedad de su departamento demasiado bajo, y que su mujer se siente atada como una esclava a la cocina? El cambio de estas condiciones es el deseo compartido por todos nosotros.

Intentemos manejar mejor las cosas. ¿Cómo lo haremos? Hay ocho pisos en nuestro edificio. El patio interior es pequeño. Faltan habitaciones para muchas cosas necesarias y cualquier cambio que intentemos realizar resultará demasiado costoso”. Comenzó a discutirse la cuestión. Yo hice una sugerencia: “¿Por qué no formar una comunidad más grande, el distrito, y reunir nuestras fuerzas para la consumación de nuestro proyecto?”.

Inmediatamente las sugerencias comenzaron a fluir, y se discutieron toda suerte de posibilidades. Un hombre, con un punto de vista un tanto burgués sobre la propiedad, hizo un ofrecimiento muy característico: “La propiedad privada de las viviendas se ha abolido, dijo.

Derribemos los cercos y construyamos un pozo ciego para todo el distrito”. Y otro agregó: “Podemos instalar en el medio un patio de juegos para los niños”. Luego llegó un tercero con una sugerencia: “Pidamos a las autoridades soviéticas que nos den una gran casa en el distrito, o al menos ingeniémonos de alguna manera para conseguir un local para un club y una escuela”.

Luego se hicieron más pedidos y sugerencias: “¿Y qué acerca de una cocina común y una guardería? Ustedes los hombres sólo piensan en sí mismos —eso vino de las mujeres—, para nada piensan en nosotras”.

Ahora, cada vez que los encuentro, me preguntan, en especial las mujeres: “¿Qué hay de su plan? Comencemos la tarea.

¿Acaso eso no sería más conveniente?” Proponen convocar a una reunión de distrito para discutir el asunto. Cada distrito cuenta con unos diez o veinte comunistas que viven en él, y tengo la esperanza de que con el apoyo del partido y las instituciones de los sóviets; tendremos la posibilidad de hacer algo...

Este caso concuerda con la idea general que he expuesto y muestra cuán conveniente es que los problemas de la vida cotidiana sean desgranados por los molineros del pensamiento proletario colectivo. Los molineros son fuertes y podrán dominar todo aquello que les sea dado para desgranar.

Y la anécdota nos deja otra lección.

“Ustedes sólo piensan en sí mismos —dijeron las mujeres al camarada Karchevski— y para nada piensan en nosotras”. Es bastante cierto que en la esfera de la vida cotidiana el egoísmo de los hombres no tiene límites. Si en realidad queremos trasformar las condiciones de vida, debemos aprender a mirarlas a través de los ojos femeninos. Esto corresponde, sin embargo, a otro problema; espero en otra oportunidad tener con ustedes una charla sobre el tema.