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Boletín N° 9 (Junio 2007)

El programa de la paz

El programa de la paz

 

León Trotsky, mayo de 1917 Artículo inédito en español. Se tomó de la versión electrónica aparecida en Marxist Internet Archive (MIA) /Français.

 

El Gobierno Provisional (segunda versión) ha declarado que tenía la intención de salvaguardar la paz sin anexiones, sin indemnizaciones de guerra y con la garantía del derecho a la autodeterminación nacional. Esta fórmula puede parecerle a las almas sencillas una solución magnánime a la cuestión, particularmente después del descaro imperialista de Miliukov. Pero cualquiera que esté familiarizado con las fórmulas anglofrancesas (del grupo Lloyd George[1] - Briand[2] - Ribot[3]) mira esta declaración del Gobierno Provisional con una desconfianza saludable. Desde la creación del mundo, nunca la clase dirigente ha mentido tanto como durante la guerra actual. “Esta guerra es una guerra llevada adelante por la democracia”, “Esta guerra es una guerra por la paz y la alianza de los pueblos”, “Esta guerra será la última guerra”. Bajo la cobertura de estos slogans, se disimula la intoxicación progresiva de los pueblos uno tras otro. Cuanto más desvergonzado y cínico es el sentido histórico de esta lucha imperialista, más intentan disimularlo los gobiernos mediante fórmulas rimbombantes. La burguesía norteamericana se mezcla en la guerra, defendiendo su derecho sagrado a proveer de armamentos a Europa y a enriquecerse con la sangre europea: qué más natural para el apóstol demócrata Wilson[4] que poner en movimiento a los corifeos del pacifismo.

Los socialpatriotas han trabajado mucho para elaborar fórmulas contundentes; por otra parte, ese es su rol principal en el mecanismo de esta guerra. Al proponerle a las masas objetivos tales como “defensa de la patria”, o “establecimiento de un arbitraje internacional”, o también “liberación de los pueblos oprimidos”, el socialpatriotismo ligaba la solución de estos problemas a la victoria de su propio país. Ha movilizado incansablemente las consignas idealistas a favor de los intereses del capitalismo.

El carácter sin salida de esta guerra, la destrucción económica general, el aumento del descontento y de la impaciencia de las masas -que acaban de expresarse con un magnífico comienzo: la Revolución Rusa- todo esto obliga a los gobernantes a buscar un medio de liquidar la guerra.

Es evidente que la mejor liquidación sería la “victoria decisiva”. Los imperialistas alemanes demuestran que, sin victoria, el régimen está amenazado. Los nacionalistas franceses demuestran lo mismo en lo que concierne a Francia. Pero cuanto más se prolonga la guerra, parece menos posible una “victoria decisiva”, se alarma más el estado de ánimo de los dirigentes, y también el de sus auxiliares, los socialpatriotas. La liquidación de la guerra por un fatigoso acuerdo (sobre las espaldas de las pequeñas naciones), así como el restablecimiento de la Internacional por el mutuo perdón de las faltas cometidas, es el problema más espinoso para la diplomacia socialpatriota.

Los gobernantes sienten la necesidad imperiosa de la paz. Pero al mismo tiempo, la temen, porque saben que el día en que comiencen las conversaciones será también el día de los ajustes de cuentas. Por eso la diplomacia oficial no es hostil a lo que los socialpatriotas se aventuran sobre el frágil cristal de las propuestas de paz. Por supuesto, se establece una distancia conveniente entre ellos y los poderes, en caso de fracaso. En esta vacilación semi oficial del terreno, se inscribe la Conferencia “socialista” de Estocolmo.

La contradicción interna de esta Conferencia se devela más claramente en la política del Gobierno Provisional. En nombre del programa de “paz sin anexiones”, Terechenko[5] convence a los imperialistas aliados a avenirse a una forma honorable de vida, Kerensky[6], sin esperar los frutos de esta conversión, prepara el ejército para la ofensiva, y Tseretelli[7] y Skobelev[8] se aprestan a entablar negociaciones de paz en Estocolmo. A las exhortaciones de Terechenko, el embajador italiano replica con una declaración de protectorado sobre Albania. Ribot repite que una victoria completa es indispensable, rechazando los pasaportes de los socialistas invitados a Estocolmo por los colegas de Ribot. Cualquiera sea el objetivo por el que se toma el programa de la “paz sin anexiones” dirigido a los aliados -slogan ofensivo o pretexto para las conversaciones de paz- este programa nos inspira una total desconfianza. Renaudel[9] explica ya a sus patrones -las clases dirigentes- que sólo se dirige a Estocolmo para develar los designios de los socialistas alemanes y convencer a los trabajadores franceses y aliados de la absoluta necesidad de llevar adelante la guerra “hasta el final”. Debemos pensar que Scheidemann[10] también está muñido de un plan parecido. Nada nos asegura que la Conferencia estará dedicada a conversaciones de paz. También puede ser, con toda credibilidad, el medio para encender el fuego mal extinguido de las pasiones chauvinistas. En estas condiciones, sería un crimen de nuestra parte convencer a las masas para que le otorguen su confianza a la Conferencia de Estocolmo y desviar la atención del único camino, es decir, la vía revolucionaria, hacia la paz y la fraternidad de los pueblos.

La iniciativa de la convocatoria de la Conferencia se encuentra en manos del Comité Ejecutivo de los Consejos de Delegados Obreros y Soldados. Esto le da a la empresa una gran ambigüedad. No siendo una organización revolucionaria, el Comité, sin embargo, habla en nombre de las masas profundamente revolucionarias. Al mismo tiempo, a la cabeza del Comité, aprovechando la falta de información de las masas, se encuentran los políticos henchidos de escepticismo pequeño burgués y de desconfianza hacia el proletariado y la revolución social.

“No tendría ningún sentido, dice el Izvestia Sovieta bajo la presión de la crítica de los internacionalistas, convocar una conferencia de los diplomáticos socialistas que vendrían a sentarse a la mesa con la esperanza de rehacer el mapa de Europa. Tal conferencia, no solamente no daría ningún resultado positivo, sino causaría un gran daño al dividir a los socialistas de los diferentes países, mientras sus miradas no se extiendan más allá de los problemas nacionales”.

“Sólo otra conferencia daría sus frutos, aquella en que cada uno de los grupos participantes se sintiera, desde el principio, una unidad del gran ejército del trabajo, unidos por una obra común con esfuerzos comunes”.

“Esto es así, concluye Izvestia Sovieta. Planteemos la cuestión al Comité Ejecutivo”.

Izvestia no toma en cuenta esta simple circunstancia: que el Comité Ejecutivo está estrechamente ligado a la diplomacia capitalista rusa y, a través de ella, a la diplomacia aliada. Declarándose “en principio” por la escisión de la unidad nacional, el Comité Ejecutivo se esfuerza por fortificar la unidad nacional de su propio país. Con tales intentos, la Conferencia, aun cuando lograse llevarse a cabo, no podría más que develar su impotencia. Sería dar muestras de liviandad y de ceguera asumir, ante las masas, la responsabilidad de una empresa cuya misma base está tachada de ambigüedad y de falta de principios.

Un programa de paz, para nosotros, es un programa de lucha revolucionaria llevada adelante por el proletariado contra las clases dirigentes. Los socialistas revolucionarios han formulado los principios de esta lucha en Zimmerwald y en Kienthal. Ahora tenemos menos motivos que nunca para arrodillarnos frente a los “principios” de Kerensky y de Tseretelli. Hemos entrado en una época de potentes convulsiones revolucionarias. Las políticas de compromiso y de aventurerismo serán eliminadas rápidamente. Marchar a la altura del movimiento de la Historia sólo es posible por medio de un Partido que ha elaborado su programa y su táctica sobre el desarrollo de la lucha social y revolucionaria mundial, llevada adelante, en primer lugar, por el proletariado europeo.

Petrogrado, 25 de mayo de 1917

¿Qué es el programa de paz?

¿Qué es el programa de paz? Desde el punto de vista de las clases poseedoras y de los partidos que le sirven, es la totalidad de las exigencias cuya realización ha sido confiada al militarismo. Así, para realizar el programa de Miliukov, hay que apoderarse de Constantinopla con las armas en la mano. El de Vandervelde[11] reclama la huida inmediata de los alemanes fuera de Bélgica. En resumen, solo se ajustan cuentas mediante operaciones militares. Dicho de otro modo, el programa de paz es un programa de guerra. Esto se presentaba así hasta la intervención de una tercera fuerza, la Internacional Socialista. Para el proletariado revolucionario, el programa de la paz no expresa las exigencias que debe realizar el militarismo, sino las que los trabajadores revolucionarios quieren ligar a su lucha contra el militarismo de todos los países. Cuanto más se extiende el movimiento internacional revolucionario, los problemas de la paz se vuelven más independientes de la situación puramente militar, y disminuye más el peligro de que las condiciones de paz sean entendidas por las masas como objetivos de guerra.

Esto se revela más vivamente en la cuestión de la suerte de las pequeñas naciones y de los gobiernos débiles. La guerra se inició con la aplastante agresión alemana contra Bélgica y Luxemburgo. En resonancia al trueno producido por la derrota de un pequeño país, junto a la falsa e hipócrita indignación de las clases dirigentes del otro campo, se hace escuchar la cólera sincera de las masas cuya simpatía se dirige a un pequeño país aplastado por el hecho que se encuentra entre dos gigantes.

Al inicio de la guerra, la suerte de Bélgica llevaba la impronta de un drama excepcional, pero treinta y cuatro meses de guerra han mostrado que este pequeño episodio no era más que el primero en el camino de la solución de los problemas que implica la guerra imperialista: la sumisión de los débiles a los fuertes.

En el terreno de las relaciones internacionales, el capitalismo ha aplicado los métodos por los que “regulariza” la vida económica interna de las naciones. El camino de la competencia es el de la eliminación sistemática de las pequeñas y medianas empresas y del triunfo del gran capital. La rivalidad mundial de las fuerzas capitalistas significa la sumisión sistemática de las naciones débiles y atrasadas a las grandes potencias. Cuanto más se eleva la técnica, más grande es el papel desarrollado por las Finanzas, más caen en la dependencia las naciones débiles. Este proceso se cumple sin interrupción en tiempos de paz, por intermedio de préstamos gubernamentales, de ferrocarriles y otras concesiones, de acuerdos diplomáticos y militares, etc. La guerra ha develado y acelerado este proceso, introduciendo en él un factor de violencia abierta. Destruye los últimos reflejos de independencia de los países débiles, independientemente de la salida del conflicto.

Bélgica gime todavía bajo la opresión de la soldadesca alemana. Pero esto no es más que la expresión externa, sangrienta y dramática, de la destrucción de su independencia. La liberación de Bélgica no es un problema aislado para los Aliados. En el curso de la guerra, tanto como después de las hostilidades, Bélgica no será más que un peón en el juego de los gigantes capitalistas. Sin la intervención de la tercera fuerza - la Internacional -, Bélgica permanecerá en las garras de Alemania, o bien será sometida a Inglaterra, o más aún será dividida entre los carniceros de ambos campos.

Lo mismo puede decirse de Serbia, cuya energía nacional ha servido de pesa en las balanzas imperialistas mundiales, cuyas oscilaciones no dependen para nada de los intereses serbios.

Los Imperios Centrales han arrastrado a la guerra a Turquía y a Bulgaria. ¿Ellas formarán parte del bloque imperialista austro-húngaro o servirán de moneda de cambio? Pase lo que pase, el último capítulo de la historia de su independencia está terminado.

Más típico aún es el ejemplo de Persia, cuya liquidación de la independencia había sido consagrada por el acuerdo anglo-ruso de 1907.

Rumania y Grecia nos muestran claramente qué libertad otorgan los grandes trusts a las pequeñas empresas. Rumania ha preferido cumplir un gesto de libre elección levantando las exclusas de su neutralidad. Grecia se ha esforzado pasivamente por “quedarse en casa”. Como para develar mejor toda la hipocresía de la lucha "neutralista" por la autodeterminación, todos los ejércitos europeos han ahorcado al territorio griego. La libertad de elección se limita, en el mejor de los casos, a una forma de auto-inactividad. En lo que concierne a Rumania y a Grecia, se erige el mismo balance: ambos países sirven de peones a los grandes jugadores.

Al otro extremo de Europa, el pequeño Portugal ha creído que era bueno mezclarse en los combates junto a los Aliados. Su decisión podría parecer incomprensible si no recordamos que no es más que un territorio bajo protectorado inglés y que su libertad es tan grande como la del gobierno de Tver o de Irlanda.

Las clases poseedoras de los Países Bajos y de los Estados Escandinavos, amontonan, gracias a la guerra, montañas de oro. Pero la fragilidad de la “soberanía” de estas naciones aparece tanto más frágil cuanto que, aun cuando sobreviva al conflicto bélico, será atacada en el gran ajuste de cuentas al final de la guerra.

Una Polonia “independiente” en una Europa imperialista sólo puede conservar una apariencia de independencia estando bajo la cobertura financiera y militar de una de las grandes potencias.

La soberanía de Suiza depende de su abastecimiento. Y los dirigentes de la pequeña República, barriendo, con el sombrero en la mano, los escalones de las potencias de guerra, dan un cuadro muy claro de lo que puede significar la neutralidad y la independencia de un país que no dispone de millones de bayonetas.

Si la guerra, gracias a la multiplicación de los frentes y de los participantes, ha hecho imposible a cualquier gobierno precisar sus objetivos de guerra, las pequeñas potencias tienen esta ventaja de saber que su suerte está determinada por adelantando. Cualquiera sea el vencedor, cualquiera sea el vencido, el retorno de las pequeñas naciones a la independencia es imposible. ¿Vencerá Alemania? ¿Será victoriosa Inglaterra? Esto sólo resuelve la cuestión de saber quién será el amo de los pequeños países. Sólo los charlatanes o los imbéciles incurables pueden ligar la libertad de las naciones débiles a la victoria de uno u otro campo.

Una tercera salida infinitamente más probable de la guerra será una parte nula; la ausencia de una clara superioridad en uno de los campos beligerantes sólo sirve para develar la predominancia de los fuertes sobre los débiles de cada campo y la de los bloques en guerra sobre las víctimas “neutras” del Imperialismo. La salida de la guerra sin vencedores ni vencidos no garantiza nada, ni a nadie, - los vencidos serán los pequeños Estados, que habrán derramado su sangre en los campos de batalla, y que habrán buscado protegerse bajo la sombra de su neutralidad.

La independencia de los belgas, de los serbios, de los polacos, de los armenios, etc. no es para nosotros una fracción del programa de guerra de los Aliados (como para Guesde[12], Plejanov[13], Vandervelde, Henderson[14], etc.) sino está inscripta en el programa de la lucha del proletariado internacional contra el imperialismo.

¿Status quo ante bellum?

El proletariado, en las condiciones actuales, ¿no puede promover su “programa de paz”, es decir, la solución a su manera de las cuestiones que han engendrado la guerra o que han surgido en el curso de su desarrollo?
Se nos ha dicho que, para realizar este programa, al proletariado, actualmente, le faltan fuerzas. Solo sería una utopía. Pero el tema es diferente si la lucha tuviera como objetivo el cese inmediato de la guerra y la paz sin anexiones, por lo tanto, el retorno al estado de cosas antes de las hostilidades. Este es un programa mucho más realista. Estas son las conclusiones a las que han llegado Martov[15], Martinov[16] y otros mencheviques internacionalistas quienes, sobre este punto como sobre otros, adoptan puntos de vista no revolucionarios, sino conservadores (no a la revolución social, sino restablecimiento de la lucha de clases, no a la III Internacional, sino regreso a la II, no a un programa revolucionario de paz, sino aceptación del status quo ante bellum, no a la conquista del poder por los Consejos de Obreros y Soldados, sino vuelta al poder de los partidos burgueses...). Sin embargo, ¿en qué sentido se puede hablar de la “realidad” de la lucha por el cese de la guerra y la paz sin anexiones? Es indudable que la guerra terminará tarde o temprano. En el sentido “de espera” el slogan de cese de la guerra es, sin discusión, “realista”, porque es una evidencia flagrante. Pero ¿en el sentido revolucionario?... ¿No es utópico imaginarse que el proletariado tenga suficiente fuerza para parar la guerra contra la voluntad de los dirigentes? Por esta cuestión ¿no es necesario rechazar el slogan de cese de guerra? Llevemos más lejos aún nuestro razonamiento. ¿En qué condiciones se hará el cese de guerra? Aquí, si se razona teóricamente, se presentan tres típicas posiciones: 1) victoria decisiva de uno de los dos campos; 2) agotamiento general de los beligerantes, en ausencia de una superioridad aplastante de uno de ellos, 3) intervención del proletariado revolucionario deteniendo el desarrollo “natural” de las hostilidades.

Está bien claro que si la guerra termina con la victoria total de uno de los campos, sería ingenuo contar con una paz sin anexiones. Si Scheidemann y Landsberg intervienen en el Parlamento a favor de una paz así, es con el cálculo que estas protestas no impedirán proceder a “anexiones saludables”. Nuestro generalísimo Alexeiev[17], al tratar la paz sin anexiones de “frase utópica”, ha concluido firmemente que el objetivo primordial era la ofensiva y que, en caso de éxito, todo el resto se arreglaría. Para arrancar las anexiones de las manos de la potencia victoriosa, armada de cabo a rabo, al proletariado le haría falta, además de la buena voluntad, la fuerza revolucionaria y la capacidad de ponerla en acción. En ningún caso, el proletariado tendría a su disposición los medios “económicos” indispensables para hacer renunciar al botín que el vencedor se ha apropiado.

El segundo punto, sobre el que se basan los partidarios de la “paz sin anexiones y sin nada más”, supone que la guerra, si no es interrumpida por la intervención del proletariado, agotando a todas las fuerzas vivas de los combatientes, se terminará con la usura general, sin vencedores ni vencidos. A esta situación, en que el militarismo se revela demasiado débil para conquistar y el proletariado demasiado débil para hacer la revolución, los internacionalistas pasivos quieren aplicar el programa de “paz sin anexiones” que formulan como el regreso al status quo ante bellum. Pero aquí el realismo descubre su talón de Aquiles. Si la guerra se acaba en "parte nula" no excluye para nada las anexiones. Al contrario, las propone. Si ninguno de los bloques beligerantes triunfa, esto no significa que Serbia, Grecia, Bélgica, Polonia, Persia, Siria, Armenia, etc. permanecerán intactas. Al contrario, las anexiones se harán sobre las espaldas de los más débiles. Para impedir este juego de “compensaciones”, es necesario que el proletariado entre directamente en lucha contra los dirigentes. Los artículos, los mitines, las intervenciones parlamentarias e incluso las manifestaciones en las calles nunca han impedido ni impedirán que los gobernantes - por la vía de acuerdo o acuerdos - hagan conquistas territoriales y opriman a las naciones débiles.

El tercer punto es el más claro de todos. Propone que el proletariado internacional se subleve con tal fuerza que paralice y detenga la guerra. Es evidente que al manifestar semejante vigor, no se limitará a realizar un programa puramente conservador.

Por lo tanto, la realización de una paz sin anexiones supone, en todos los casos, un poderoso movimiento revolucionario. Pero si se supone la existencia de tal movimiento, el programa indicado es miserable en relación a lo que podría ser. El status quo ante bellum - este producto de las guerras, de las exacciones, de las opresiones, del legitimismo, de la hipocresía de los diplomáticos y de la estupidez de los pueblos - queda como el único contenido positivo del slogan “guerra sin anexión”.

En su lucha contra el Imperialismo, el proletariado no puede fijarse como objetivo el regreso al viejo mapa europeo; debe promover su propio programa de relaciones gubernamentales y nacionales respondiendo a las tendencias fundamentales del desarrollo económico, al carácter revolucionario de la época y a los intereses socialistas del proletariado.

Aisladamente, el slogan “sin anexiones” no procura ningún criterio de orientación política para las cuestiones que surgen en el curso de la guerra. Si se supone que Francia recupere Alsacia y Lorena ¿la socialdemocracia alemana, siguiendo a Scheidemann, tendrá la obligación de exigir el regreso de esas provincias a Alemania? ¿Exigiremos el retorno del Reino de Polonia a Rusia? ¿Debemos esperar que Japón restituya Kiao-Cheu... a Alemania? ¿Italia devolverá sus conquistas del Trento? Incluso solamente suponerlo sería pura imbecilidad. ¿Nos mostraríamos partidarios del legitimismo, es decir, defensores de los derechos dinásticos e “históricos” en el más puro espíritu reaccionario? ¡Lástima que la realización de este programa exige la revolución!

Sólo podemos adelantar el siguiente principio: pedir la opinión al pueblo interesado. Va de suyo que este criterio no es absoluto. Así, los socialistas franceses hacen de la cuestión alsaciana una vergonzosa comedia: primero se la ocupa, y luego se reclama el consentimiento de la población. Es seguro que un auténtico plebiscito sólo puede tener lugar en condiciones revolucionarias, cuando la población puede pronunciarse libremente, no frente la figura de un revólver, sea francés o alemán.

El único sentido verdadero del slogan “sin anexiones” conduce a la protesta contra nuevas conquistas territoriales, es decir, a la negación de la expresión del derecho de los pueblos a la autodeterminación. Pero vemos que este famoso derecho “democrático sin discusión”, se cambia inevitablemente en derecho para las naciones fuertes de dominar a las débiles, en “papel mojado”, y hará de Europa un mapa político en que las naciones separadas por las barreras aduaneras chocarán sin cesar en sus luchas imperialistas. Este estado de cosas no puede ser impedido más que por la Revolución proletaria. El centro de gravedad de la cuestión se encuentra en la realización del programa proletario de paz y de la revolución social.

El derecho a la autodeterminación

Hemos visto antes que la socialdemocracia no puede dar un solo paso adelante en el terreno de los reagrupamientos nacionales y gubernamentales sin el principio de autodeterminación, que es el derecho para cada pueblo de elegir su destino gubernamental, es decir, el derecho de separarse de un gobierno que domina varias nacionalidades (por ejemplo: Rusia y Austria). Democráticamente hablando, el único medio de conocer la voluntad de un pueblo es consultarlo por la vía del referendum. Pero, en realidad, esta obligación democrática sigue siendo puramente formal. No nos informa sobre las posibilidades reales, las vías y los medios de la autodeterminación nacional en las actuales condiciones de la economía capitalista. Y justamente allí está el centro de gravedad de la cuestión.

Para muchas, sino para la mayoría de las naciones oprimidas, la autodeterminación significa la ruptura de las fronteras y el desmembramiento de las potencias actuales. Este principio democrático conduce en particular, a la liberación de las colonias. La política imperialista apunta a la ampliación de las fronteras, a la absorción de las naciones débiles y a la conquista de nuevas colonias. El imperialismo es expansivo y ofensivo por naturaleza, y se caracteriza por esta cualidad, no por las tortuosas maniobras de los diplomáticos.

De esta manera, el principio de autodeterminación nacional que conduce, en varios casos, a la descentralización gubernamental y económica (desmembramiento, decadencia), se choca de manera hostil a los esfuerzos centralizadores del Imperialismo que posee el aparato del poder y la fuerza militar. Es verdad que, a menudo, el movimiento separatista nacional encuentra un apoyo en el imperialismo del estado vecino. Apenas se llega a un choque entre dos potencias imperialistas, las nuevas fronteras se definen, no sobre la base del principio nacional, sino sobre la de las relaciones de fuerza presentes. Obligar al vencedor a renunciar a la anexión de los territorios conquistados es tan difícil como forzarlo a dar, por adelantado, la libertad de elección a las provincias ocupadas. Aun cuando se produjera el milagro - esto es lo que parlotean los semi fantasiosos, semi canallas del tipo Hervé, que Europa, por la fuerza de las armas, sea repartida en gobiernos nacionales perfectos, la cuestión nacional tampoco sería resuelta. Al día siguiente, luego de un “reparto” equitativo, la expansión capitalista recomenzaría su obra, se multiplicarían los conflictos, estallarían las guerras con nuevas conquistas, y este sería el aplastamiento definitivo del derecho de autodeterminación, para el que no hay suficientes bayonetas para defenderlo.

Esto sería como si se obligara a jugadores profesionales, por medio de una partida “leal” a repartir sus ganancias para recomenzar el juego con dos veces más medios para trampear.

Pero frente a la potencia de las tendencias centralizadoras del Imperialismo, no se deduce que debamos plegarnos a ellas. La colectividad nacional es un hogar viviente de cultura, tanto como la lengua nacional, su organismo vivo, y ambos conservan su significación durante un tiempo indeterminado de períodos históricos. La socialdemocracia quiere y debe, en interés de la cultura material y espiritual, garantizar la libertad de desarrollo (o de formación), porque retoma de la burguesía revolucionaria el principio democrático de la autodeterminación como deber político.

El derecho a la autodeterminación no debe ser separado del programa proletario de paz; pero no puede pretender una significación absoluta. Al contrario, está limitado, para nosotros, por las tendencias progresivas del desarrollo histórico. Si bien el “derecho” debe ser opuesto -en el plano de la lucha revolucionaria- a los métodos centralizadores del imperialismo, el proletariado, por otro lado, no puede tolerar más que una “frontera nacional” se meta a través de la ruta del progresismo que planifica la economía mundial. El Imperialismo es la expresión capitalista y rapaz de esta tendencia de la economía. Hay que extirpar definitivamente el absurdo de la limitación nacional, como ésta es extirpada del absurdo de la limitación de la aldea y del distrito. Al luchar contra las formas imperialistas de la centralización económica, el Socialismo no solamente no ataca esta tendencia, sino, por el contrario, hace de ella su principio director.

Desde el punto de vista del desarrollo histórico, como del de las cuestiones planteadas a la socialdemocracia, la tendencia centralizadora de la economía actual se revela fundamental, y es necesario garantizarle el cumplimiento de su misión histórica: la edificación de una economía mundial unida, independientemente de las ramificaciones nacionales, sometida únicamente a las exigencias del suelo, del subsuelo, del clima y del reparto del trabajo. Los polacos, los serbios, los alsacianos, los dálmatas, los belgas y los demás pueblos pequeños no conquistados todavía podrán ser restablecidos en sus derechos y en sus fronteras y podrán gozar de su cultura propia, mientras no se opongan económicamente unos a otros. En otros términos, para que todos estos pueblos no se sientan molestos con su unión, es necesario que sean destruidas las fronteras que los apresaban hasta ahora. Es necesario de los marcos del Estado como organización económica, no nacional, sean ampliados y abracen a toda Europa.

Es solamente en la unión económica de los países europeos, liberados de las obligaciones aduaneras, que es posible hacer vivir una cultura nacional y un desarrollo desembarazados de los antagonismos nacionales y económicos.

Esta dependencia directa de la autodeterminación de los pueblos débiles excluye la posibilidad, para el proletariado, de plantear, por ejemplo, el problema de la independencia de Polonia o de la unión de los serbios por fuera de la revolución europea. Pero esto significa, por otro lado, que el derecho a la autodeterminación, como parte constituyente del programa proletario de paz, posee un carácter no “utópico”, sino revolucionario. Esta concepción está dirigida primeramente, contra los alemanes David[18] y Landsberg que, de lo alto de su “realismo” imperialista, tratan el principio de independencia como un romanticismo reaccionario; luego contra los simplificadores de nuestro propio campo revolucionario, que declaran que este principio no es realizable más que por el socialismo, y se liberan así de la necesidad de dar una respuesta de principios a los problemas nacionales planteados por la guerra.

Entre el actual estado general y el socialismo se extiende la gran época de la revolución social, es decir, la de la lucha abierta por el proletariado para la conquista del poder y la utilización de éste para la democratización de las relaciones colectivas y la conversión de la sociedad capitalista en una sociedad socialista. No será una época de paz y de calma, sino, muy por el contrario, un período de extrema tensión, de sublevación de los pueblos, de guerras, de ampliación de los intentos del régimen socialista, de reformas socialistas. Esta época exigirá del proletariado una respuesta directa y activa a la cuestión planteada por las condiciones futuras de existencia de naciones y de relaciones mutuas con el gobierno y la economía.

Los Estados Unidos de Europa

Más arriba, hemos tratado de establecer que la unión económica y política de Europa es la base indispensable de la posibilidad de la autodeterminación nacional. Al igual que el slogan independencia nacional para los serbios, griegos, búlgaros, etc. no es más que pura abstracción sin el slogan complementario “República federativa balcánica”, a escala europea, el derecho a la autodeterminación sólo tomará consistencia en las condiciones de una República federativa europea.

Si el slogan de una democracia federativa era de esencia puramente proletaria en los Balcanes, lo es con más razón en el resto de Europa, en donde el antagonismo Capital-Proletariado es incomparablemente más fuerte.

La supresión de las aduanas “internas” es una dificultad más o menos insuperable para la política burguesa - y sin ella, todos los arbitrajes y los códigos son tan eficaces como la neutralidad belga. El esfuerzo hacia la unión del mercado europeo, y el de apoderarse de los países subdesarrollados, no europeos, ambos creados por el desarrollo del capitalismo, se chocan con la gran resistencia de las clases capitalistas y agrarias en manos de las cuales el aparato aduanero en relación con el aparato militar (sin el cual el primero no es nada) es un instrumento irremplazable de explotación y enriquecimiento.

La burguesía financiera e industrial húngara se opone a la unión económica con Austria, mucho más desarrollada en su sistema capitalista. La burguesía austrohúngara es hostil a una unión aduanera con Alemania, mucho más fuerte. Los partidos que defienden a los terratenientes alemanes no consentirán nunca voluntariamente la supresión de impuestos sobre el trigo. Que los intereses económicos de las clases poseedoras de los Imperios centrales no se armonizan fácilmente con el de los capitalistas anglo-franco-rusos, la guerra actual lo demuestra elocuentemente. El desacuerdo de intereses capitalistas en el seno mismo del campo aliado es todavía más visible que entre los partidarios de la Triplice. En estas condiciones, una unión económica europea realizada desde arriba no es más que pura utopía. No podrá tratarse de otra cosa que de medidas y compromisos parciales. Esta unión, fuente de desarrollo tanto de la producción como de la cultura, sólo puede ser realizada por el proletariado combatiendo al proteccionismo imperialista y a su instrumento, el militarismo.

Los Estados Unidos de Europa, sin monarquía, sin ejército permanente y sin diplomacia secreta, esta es la cláusula más importante del programa de paz proletaria.

La ideología y la política del imperialismo alemán promueve, más de una vez, un programa de “Estados Unidos”, es decir de Estados de Europa Central. Unir Europa por la violencia, tal es la característica de este programa, tanto como el de los franceses que pregonan desmembrar Alemania.

Si los ejércitos alemanes hubieran ganado esta victoria decisiva descontada al inicio de la guerra, el imperialismo alemán habría hecho la gigantesca tentativa de realizar la alianza aduanera y militar de los Estados europeos, hecha de extorsiones y compromisos que le habrían quitado todo carácter progresivo al mercado europeo. No vale la pena hacer notar que en estas condiciones, no se trata más que de una autonomía de naciones reunidas por la fuerza en una caricatura de Estados Unidos Europeos. Esta perspectiva nos ha sido opuesta, con el pretexto de que nuestra idea puede, en ciertas condiciones, tomar una realidad “reaccionaria” de imperialismo monárquico. Justamente esta perspectiva presenta el más puro testimonio a favor del valor realizador de nuestra consigna. Si el militarismo alemán lograba unir, por la violencia, a la mitad de Europa, ¿cuál sería la consigna del proletariado europeo? ¿La ruptura de la unión europea maniatada y el retorno de los pueblos al aislamiento nacional? ¿El restablecimiento de aduanas “autónomas”, de monedas “nacionales”, de un código social “nacional”? Evidentemente no. El programa revolucionario implica la destrucción de la forma antidemocrática de una Unión realizada mediante la violencia. En otros términos, nuestro slogan sin ejército permanente y sin monarquía, es el slogan unificador y directriz de la revolución europea.

Tomemos la segunda hipótesis, la “parte nula”. Al inicio de la guerra, el eminente profesor List, propagandista de la “Europa unida”, demostraba que aun cuando Alemania no ganara, la Unión se haría y de manera más completa aún. Empujados por sus necesidades de expansión, pero incapaces de medirse unos a otros, los Estados europeos habrían continuado cumpliendo su “misión” en Africa, en Extremo Oriente y en Asia, y se encontrarían contenidos por EE.UU. y Japón. Por lo tanto, la necesidad de ponerse de acuerdo (siguiendo a List) en el plano económico, obligaría a las principales potencias a unirse contra las naciones débiles y, esto va de suyo, ante todo contra las masas laboriosas. Ya hemos mostrado los obstáculos enormes que encontraría la realización de este programa. El sorteo de estos obstáculos, incluso a medias, significaría la creación de un trust imperialista de las potencias europeas, de una camaradería de rapaces. Y es esta perspectiva la que nos han opuesto, como el peligro que presentaría la consigna “Estados Unidos de Europa”, mientras que ella es, en realidad, la demostración más neta de su significado realista y revolucionario. Si las potencias capitalistas se reunieran en un trust, sería un paso de hecho en relación con la situación actual, porque sería una base material y colectiva para el movimiento obrero. En este caso, el proletariado no tendría más que combatir, ya no contra el retorno a un gobierno nacional, sino por la conversión de un trust en una República federativa europea.

Se habla, desde arriba, de estos amplios planes de unificación de Europa, tanto menos cuanto que la guerra se prolonga, develando la total incapacidad del militarismo para dirigir las cuestiones que ha provocado la guerra. En lugar de “Estados Unidos” imperialistas, salieron de los planes de unión económica entre Alemania y Austria, por un lado, de los países de la Entente, por el otro, con tarifas de combate. Después de lo que acabamos de decir, no vale la pena insistir sobre el enorme significado que tomaría la política del proletariado luchando contra las barreras aduaneras y diplomáticas. Ahora, después de la enorme esperanza suscitada por la Revolución Rusa, tenemos fundamentos para pensar que en el curso de esta guerra, un gran movimiento obrero se desarrollará en toda Europa. Está claro que este no puede esperar la victoria, más que siendo pan europeo. Si permanece en los marcos de la nación, se expone a su pérdida. Nuestros socialpatriotas llaman la atención sobre el peligro que el militarismo alemán hace correr a la Revolución Rusa. Este peligro es indiscutible, pero no es el único. Los militarismos inglés, francés, italiano no son menos peligrosos que la máquina de guerra de los Hohenzollern[19]. Para salvarse, la Revolución Rusa debe extenderse en toda Europa. Si el movimiento revolucionario afectaba a Alemania, su proletariado debería buscar y encontrar un eco revolucionario en los países “hostiles” de occidente, y si en uno de esos países, los proletarios le arrancaban el poder a la burguesía, estarían obligados a socorrer a sus hermanos de los demás países, aunque sea para conservar su poder. En otros términos, el restablecimiento de la dictadura del proletariado no es “pensable” más que en su expansión por toda Europa, por lo tanto, bajo la forma de una República federativa europea. La Unión Europea, no realizada por la espada y por los acuerdos diplomáticos, será el problema ineludible que tiene planteado el proletariado victorioso.

Estados Unidos de Europa, tal es el slogan de la época en la que acabamos de entrar. Cualquiera sean las operaciones militares, cualquiera sean los balances que mostrará la diplomacia, cualquiera sea el tiempo de desarrollo del movimiento obrero, el slogan “Estados Unidos de Europa” recibirá una enorme significación como fórmula de lucha del proletariado europeo para conquistar el poder. En este programa está incluido el hecho de que el gobierno nacional ha vivido como base del desarrollo de la producción, de la lucha de clases; se transforma en dictadura del proletariado. Nuestro rechazo a la “defensa de la patria” deja de ser un acto puramente negativo de autodefensa ideológica y política, y recibe toda su significación revolucionaria en el caso únicamente en que oponemos a la defensa conservadora de una patria nacional obsoleta, la concepción mucho más elevada de “patria” de la revolución, la República europea, en la que sólo su advenimiento permite al proletariado revolucionar y organizar el mundo.

Esta es la respuesta a aquellos que preguntan dogmáticamente “¿Por qué la unificación de Europa y no la del mundo entero?”. Europa no es sólo una apelación geográfica, sino una colectividad económica y de cultura histórica. La revolución europea no tiene que esperar la revolución en Asia y en Africa, tampoco en América y en Australia. Una revolución victoriosa en Rusia o en Inglaterra es impensable sin una revolución en Alemania, y viceversa. La guerra se llama mundial, pero incluso con la intervención de EE.UU., es a pesar de todo, europea. Los problemas revolucionarios siguen estando planteados para el proletariado europeo.

Va de suyo que los Estados Unidos de Europa no serán más que uno de los dos ejes de la organización mundial económica. El segundo está constituido por los Estados Unidos de América.

La única concepción histórica un poco concreta contra el slogan “Estados Unidos” ha sido formulada por el periódico suizo Socialdemócrata en los siguientes términos: “El desarrollo desigual económico y político es una ley absoluta del Capitalismo”. El periódico saca de ello la conclusión que si bien la victoria del proletariado es posible en cada país, no se deduce de ello fatalmente que esta dictadura proletaria deba arribar a la formación de los Estados Unidos de Europa. Que el desarrollo capitalista es desigual en los diferentes países, es una concepción absolutamente indiscutible. Pero esta desigualdad es ella misma desigual. Los niveles capitalistas en Inglaterra, Austria, Alemania y Francia no son los mismos. Pero en relación con Asia y Africa, estas naciones representan una “Europa” capitalista madura para la revolución. Que cada nación no debe “esperar” a las otras en su lucha, es un pensamiento elemental que es bueno e indispensable repetir, con el fin de que la idea de un Internacionalismo paralelo no se convierta en el de un Internacionalismo “que espera”. Sin esperar a los demás, nosotros proseguimos nuestra lucha con la firme convicción que nuestra iniciativa dará el impulso deseado a la lucha de los demás países; si esto no se produjera, sería desesperante pensar como lo atestiguan las experiencias históricas y las concepciones teóricas - que, por ejemplo, la Rusia revolucionaria podría encontrarse frente a una Europa conservadora, o que la Alemania socialista podría seguir estando aislada en un mundo capitalista.

Examinar las perspectivas de revolución social en las fronteras de los marcos nacionales, sería ser víctima de una estrecha concepción nacional, que constituye la esencia del nacional-patriotismo. Vaillant consideraba a Francia como la tierra elegida de la revolución social, y en ese sentido, la defendía hasta el final. Lentsch y otros - unos hipócritamente, otros abiertamente - piensan que la defensa de Alemania significaría la ruina de las bases de la revolución social. Al fin de cuentas, nuestros Tseretelli y Chernov[20], introduciendo entre nosotros la lamentable experiencia del ministerialismo francés, juran que su política sirve a la causa de la revolución y no tiene nada en común con la política de Guesde y de los Sembat. No hay que olvidar que el socialpatriotismo, junto a un reformismo vulgar, contiene un mesianismo nacional-revolucionario que mira a su propio país -por la industria, o por sus formas democráticas, o por sus conquistas revolucionarias- como el único llamado a guiar a la humanidad hacia el socialismo o la democracia. Si bien una revolución democrática es “pensable” en los límites de una nación mejor preparada, este mesianismo, ligado al programa de defensa nacional, encontraría su justificación histórica. Pero, en realidad, no la posee. Luchar con semejantes métodos para conservar la base nacional de la revolución, métodos que rompen los lazos internacionales del proletariado, es socavar virtualmente la revolución que sólo puede debutar sobre una base nacional, pero que no puede expandirse completamente a causa de la interdependencia económica y político-militar de los Estados europeos, que la guerra actual ha puesto en evidencia más que nunca. Esta interdependencia que justifica las actividades comunes de los proletarios europeos, da toda su expresión a la consigna Estados Unidos de Europa.

El socialpatriotismo que, de principio, sino siempre de hecho, conduce a las conclusiones del social-reformismo, nos propone dirigir la política del proletariado siguiendo la línea del “mal menor”, es decir, adhiriendo a uno de los grupos beligerantes. Rechazamos este método. Afirmamos que esta guerra preparada por el desarrollo capitalista ha planteado brutalmente los problemas fundamentales del desarrollo capitalista contemporáneo en su integridad, y que la línea de conducta del proletariado internacional debe definirse, no por signos secundarios políticos y nacionales -porque sería necesario pagar estas inciertas ventajas con la renuncia a una política independiente del proletariado- sino por el antagonismo de base entre el proletariado internacional y el régimen capitalista de conjunto.

Plantear así esta cuestión de principio es el único medio de conferirle su carácter revolucionario. Ello solo justifica, en la teoría y en la práctica, la táctica del proletariado internacional.

Al negar al Estado no en nombre de la propaganda, sino en nombre de la clase más importante -el Internacionalismo no se lava pasivamente del “pecado” de la catástrofe, sino afirma que la suerte del proletariado mundial no está ligada a la del gobierno nacional, sino que este debe dejar lugar a una organización más elevada en cultura y en economía, descansando sobre bases más amplias. Si el problema del Socialismo pudiera coincidir con el marco del Estado nacional, coincidiría con la defensa nacional. Pero el problema del Socialismo se plantea ante nosotros sobre bases imperialistas cuando el Capitalismo está obligado a romper los marcos nacionales y gubernamentales.

La semi-unificación imperialista de Europa podría esperarse, como hemos tratado de demostrarlo, como una victoria total de uno de los adversarios, o por un cese indeciso de la guerra. En uno u otro caso, esta unificación sería la negación del derecho a la autodeterminación de las pequeñas naciones y la centralización de todas las fuerzas de la reacción monárquica, ejército permanente y diplomacia secreta.

La unificación republicana y democrática de Europa, única capaz de garantizar el desarrollo nacional, solo puede hacerse por la vía de la lucha revolucionaria contra el centralismo militarista, dinástico e imperialista, y por el levantamiento de las diferentes naciones. Pero la revolución europea victoriosa, cualquiera hayan sido sus peripecias en las distintas naciones, en ausencia de otras clases revolucionarias, al único que puede darle el poder es al proletariado. En consecuencia, los Estados Unidos de Europa representan, ante todo, la única forma imaginable de la dictadura del proletariado europeo.

Comentario posterior (1922)

“El programa de la paz” sigue estrechamente la tesis expuesta en el primer tomo de La guerra y la revolución.

Hemos repetido varias veces que la revolución proletaria no puede extenderse de manera victoriosa en los marcos nacionales. Esta afirmación podría parecer a algunos lectores negada por la experiencia de casi cinco años de nuestra República Soviética. Pero esta conclusión no está fundamentada. El hecho de que el Poder obrero haya podido mantenerse contra el mundo entero, y en un solo país, por lo demás, atrasado, da testimonio de las colosales capacidades del proletariado que, en los países más avanzados, más civilizados, haría milagros. Pero, en el sentido político y militar, como gobierno, nosotros no hemos llegado a la formación de un Estado socialista, e incluso ni nos hemos acercado. La lucha por la conservación del poder revolucionario ha provocado una disminución extraordinaria de las fuerzas productivas; ahora bien el Socialismo sólo es imaginable por su crecimiento y su plenitud. Las negociaciones aduaneras con los estados burgueses, las concesiones, la Conferencia de Ginebra, son un testimonio aplastante de la imposibilidad de la edificación aislada del Socialismo en los marcos nacionales. Mientras los demás Estados posean gobiernos burgueses, estaremos forzados, en nuestra lucha contra el aislamiento económico, a buscar acuerdos con el mundo capitalista; podemos afirmar con certeza que estos acuerdos pueden ayudarnos a curar nuestras heridas, a avanzar un poco, pero el grandioso impulso de la economía socialista en Rusia no será posible más que con la victoria del proletariado en las principales naciones europeas.

Que Europa forma un todo, no solamente geográfico, sino económico y político, los acontecimientos de los últimos años lo testimonia claramente la decadencia de Europa, la creciente potencia de EE.UU., las tentativas de Lloyd George de salvar a Europa mediante la combinación de los métodos del imperialismo y del pacifismo.

Actualmente, el movimiento obrero europeo se encuentra en un período de actividad defensiva, uniendo sus fuerzas y preparándose. Un nuevo período de combates revolucionarios declarados en vistas al poder empuja inevitablemente hacia delante la cuestión de la interacción de los pueblos de la Europa revolucionaria. La única solución a esta cuestión es la creación de los Estados Unidos de Europa. Por esto la experiencia de Rusia ha hecho avanzar el poder soviético como la forma más natural de la dictadura del proletariado, por eso la vanguardia proletaria de otros países ha admitido, como principio, esta forma de poder. Podemos augurar que, a partir del renacimiento de la lucha directa por la conquista del poder, el proletariado europeo hará promover el programa de la República Soviética Europea. En la actualidad, la experiencia de Rusia es rica en enseñanzas. Bajo el régimen proletario, atestigua la perfecta armonía de la autonomía nacional y cultural más amplia con el centralismo económico.

En este sentido, la consigna “Estados Unidos de Europa”, traducida al lenguaje del gobierno soviético, conserva no solamente su sentido propio, sino promete develar su inmenso significado en la inminente época de la Revolución Social.



[1] David Lloyd George (1863-1945) Liberal, primer ministro de Gran Bretaña desde 1916 hasta 1922. Co-autor del Tratado de Versalles y uno de los organizadores de la intervención militar contra la Rusia soviética.

[2] Aristide Briand (1862-1932) Expulsado en 1906 del Partido Socialista francés por aceptar cargos en un gabinete capitalista, fue varias veces pre­mier y representante de Francia en la Liga de las Naciones.

[3] Ribot fue durante algunos días en junio de 1914 primer ministro tras la caída del Gobierno de Gaston Doumergue y regresó al poder en marzo de 1917 tras la de Aristide Briand. Durante este último Gobierno, Ribot se encuentra en la parte más crítica de la Primera Guerra Mundial, ya que acababa de fracasar la ofensiva Nivelle y habían aparecido en consecuencia una serie de motines en el Ejército francés. Dimite en septiembre, siendo reemplazado por el ministro de la Guerra, Paul Painlevé, aunque sigue como ministro de Asuntos Exteriores durante un mes antes de dimitir en octubre.

[4] Wodrow Wilson (1856-1924): en 1911 fue elegido Gobernador de Nueva Jersey por el Partido Demócrata, cargo que desarrolló hasta 1913. Candidato presidencial por Partido Demócrata en las elecciones 1913, elecciones que ganó y que le convirtió en el 28º Presidente de los Estados Unidos. Su presidencia estuvo marcada por el intervencionismo hacia Iberomérica.

[5] Terechenko, Mikhail Ivanovich (1888-1959): magnate de las finanzas y del azúcar. Fue ministro de las Finanzas entre marzo y mayo de 1917; para los Asuntos Exteriores, entre mayo y noviembre de 1917; y primer ministro del asociado con Kerensky a partir del 18 de septiembre. Emigrado.

[6] Kerensky, Alexander (1881-1970): socialrrevolucionario ruso. Después de la Revolución de Febrero fue Ministro de Justicia, Guerra y Marina y finalmente, jefe del Gobierno Provisional desde julio hasta la Revolución de Octubre. En 1918 huyó al extranjero.

[7] Tseretelli, Irakli (1882-1959) Menchevique georgiano, diputado a la Segunda Duma. Después de la Revolución de Febrero fue Ministro de Correos y Telégrafos en el Gobierno Provisional.

[8] Skobelev, Matvei Ivanovich (1885-1939): menchevique que fue cuarto vicepresidente del soviet de Petrogrado y miembro del comité ejecutivo. Fue ministro de Trabajo en el Gobierno Provisional entre mayo y septiembre de 1917. Se unió al Partido Comunista en 1922.

[9] Renaudel, Pierre (1871-1935) Dirigente del ala derecha del Partido Socialista francés, el grupo Neo que fue expulsado en noviembre de 1933.

[10] Scheidemann, Philipp (1865-1939): fue un político alemán. De orientación socialdemócrata, en 1918 fue nombrado secretario de Estado en el Gabinete del príncipe Maximiliano de Baden; exigió la abdicación de Guillermo II y, tras dimitir, el 9 de noviembre de 1918 proclamó, junto con Ebert, la República alemana. Miembro del Consejo de los Delegados del Pueblo, y en 1919 de la Asamblea Nacional de Weimar, así como primer ministro del Reich, dimitió de su cargo en protesta por el Tratado de Versalles.

[11] Vandervelde, Emile (1866-1938): abogado, fue dirigente del Partido Socialista Belga y de la IIº Internacional. Fue uno de los primeros socialistas en entrar a un gobierno burgués. Durante la Revolución Rusa tomó partido por los mencheviques.

[12] Guesde, Jules (1845-1922): fue fundador del movimiento marxista francés, pero en la Primera Guerra Mundial apoyó la participación de Francia en la guerra y pasó a formar parte del gabinete de guerra.

[13] Plejanov, Georgii (1856-1918): fue fundador de la primera organización marxista rusa, el grupo Emancipación del Trabajo, en 1883. Después de colaborar con Lenin en el exilio en la redacción de Iskra, adhirió al menchevismo, apoyó al gobierno ruso en La Primera Guerra Mundial y fue adversario de la Revolución de Octubre.

[14] Henderson, Arthur (1863-1935): secretario del Partido Laborista Británico y presidente de la Segunda Internacional (1923-1924 y 1925-1929).

[15] Martov, Iulius (1872-1923): colaborador de Lenin en la dirección de la socialdemocracia rusa hasta 1903, cuando se convirtió en dirigente de los mencheviques. Emigró a Berlín en 1920.

[16] Martinov, Alexander (1865-1935): fue menchevique de derecha antes de 1917 y enemigo de la Revolución de Octubre. En 1923 entró al PC y siguió siendo enemigo de Trotsky. Fue uno de los principales artífices de las teorías stalinistas que justificaban la subordina­ción del proletariado a la burguesía “progresiva”, entre ellas la del “bloque de las cuatro clases”.

[17] Alexeiev, Nikolai Dmitrievich (1878-1943): antiguo dirigente social revolucionario social del ala derecha. Miembro del soviet de 1905 y del comité ejecutivo. Tuvo una posición chauvinista durante la guerra. Fue ministro del Interior bajo el gobierno de Kerensky, entre agosto y septiembre de 1917. Fue presidente del Soviet de Campesinos de Todas las Rusias, diputado de la Conferencia Democrática y el Pre-Parlamento. Emigrado 1919.

[18] David, Fritz (1897-1936): fue acusado de reunirse con Trotsky en Copenhague en 1932 para obtener instrucciones terroristas. Había sido director del Rote Fahne, periódico del PC Alemán. Fue sentenciado a muerte en el Primer Juicio de Moscú.

[19] Hohenzollern: dinastía que gobernó Alemania desde 1871 hasta la Revolución de Noviembre de 1918, que derrocó a la monarquía y tras de la cual abdicó el Káiser Guillermo.

[20] Chernov, Víctor Mikhailovich (1876-1952): se inició a la vida política a principios de la década de 1890. Fundador y dirigente del Partido Social-Revolucionario. Emigrado entre 1899 y 1917. Participó en la Conferencia Zimmerwald. Fue ministro de Agricultura en el Gobierno Provisional entre mayo y septiembre de 1917. Fue presidente de la Asamblea Constituyente de 1918. Fue ayudado por los contrarrevolucionarios checoeslovacos. Arrestado por Kolchak y exiliado, emigró en 1921.