George Novack
Revista The New International Nº 361, Febrero de 1936. Todas las notas al pie, salvo los (*) fueron hechas para esta traducción. Traducción y notas al pie a cargo de Darío Martini.
La crisis tomó por sorpresa a los intelectuales norteamericanos. No tenían ni el más mínimo presentimiento de la tormenta que se desataría sobre sus cabezas y que barrió con furia creciente a toda la nación. Durante todo el auge previo, la ilusión de prosperidad permanente había deslumbrado, tanto a los intelectuales como a todo el mundo. A pesar de que sus reacciones a este mito fueron bien diferentes a las del banquero, el comerciante, el agricultor o el trabajador, los intelectuales descansaban sobre la premisa común de que la prosperidad eterna sería la condición normal del estilo de vida norteamericano. La tremenda fuerza de la crisis mundial rompió esa ilusión, arrancando a un grupo de intelectuales tras otro de su acostumbrado miasma, dispersándolos en todas direcciones. A partir de 1929, se vieron impulsados a tomar distancia de sus puntos de vista sociales e ideológicos.
Las tendencias reaccionarias
En su afán de aislarse del caos exterior, la dorada juventud de las grandes universidades del Este buscó refugio en las viejas verdades. Las religiones ortodoxas de sus padres ya no podían satisfacer ni siquiera a los más conservadores. La conversión de T.S Eliot[1] al anglicanismo fue considerado como un paso admirable, pero no fue imitado. Infectados por el venenoso individualismo al que creían estar combatiendo, estos intelectuales procedieron a fabricar filosofías particulares dando vueltas alrededor de los límites de las enseñanzas clásicas.Revisaron las culturas de la antigüedad y volvieron a Platón, Aristóteles, San Pablo, Santo Tomás de Aquino, e incluso el Bhagavad-Gita, buscando revelaciones y autoridad. El espurio "humanismo" de Irving Babbitt[2] y Paul Elmer More[3], (dos conservadores puritanos que habían desestimado las ataduras teológicas de sus antepasados calvinistas, pero que conservaron el cadáver de su conservadurismo) se presentó como un punto de partida para estos embriones reaccionarios. Su tono atronador nos recuerda a los teólogos puritanos. Desde sus sillas en Harvard y Princeton, estos profesores lanzaban anatemas contra la democracia, la igualdad, la libertad, el progreso, el individualismo y todos los espectros herejes de las revoluciones francesas y americana. Sus propias filosofías eran amalgamas de curiosas ideas obsoletas, recogidas durante una larga vida sacrificada a la lectura de libros escritos antes de la revolución francesa, o en su contra.Por una breve temporada, intelectuales conservadores y liberales polemizaron sobre este "humanismo", al que abandonaron rápidamente para luego olvidarlo. Tan estrecho y estéril conjunto de dogmas era evidentemente inadecuado para poder interesar la creciente avidez intelectual o para proporcionar una respuesta a los problemas sociales y culturales que clamaban por soluciones.Los humanistas más moderados se quedaron en sus recintos académicos acechados por fantasmas de ideas ya muertas. Sin embargo, algunos de los más consistentes discípulos de Babbitt, comenzaron a desarrollar posiciones políticas, en particular Seward Collins[4], editor de The Bookman, conocido ahora como la American Review[5]. Hasta hace poco Collins abogó por una monarquía para Norteamérica, sin especificar la forma en que esta se produciría o quien podría ser elegible para el trono. Hoy está coqueteando con el fascismo bajo la apariencia de una vuelta romántica a la economía medieval con adelantos modernos.Los pequeños círculos intelectuales que se ufanaban por racionalizar el curso de la reacción aún no estaban tan bien organizados como en Europa, ni sus filosofías claramente formuladas. Los agraristas del Sur, que se alejaban de los horrores de la esclavitud asalariada para abrazar el cadáver de la esclavitud lisa y llana; fascistas como Dennis Lawrence[6] y Seward Collins, y los discípulos de Pareto[7] en las universidades no tienen casi ninguna influencia intelectual o política.
Este hecho por sí solo indica que el fascismo, que moviliza a sus intelectuales junto con otros sectores de las clases medias, no es un peligro inminente en este país, a pesar de los oráculos de las ligas estalinistas.El estado de ánimo que prevalecía entre los intelectuales reaccionarios era más bien de gran confusión sobre la confianza en sus creencias. Esto se puede observar, por ejemplo, en los giros intelectuales de Archibald MacLeish[8], que lucha tan valientemente frente a los problemas sociales y políticos que de repente le acosan hace unos años. Durante este período tormentoso y de gran tensión, MacLeish exhortó a los jóvenes de Wall Street a levantarse para salvar a la nación; convertido en un devoto del crédito social, escribió varios folletos polémicos en poética y prosa en contra de los pseudo-marxistas.En su poesía, en la que antiguamente se limitaba a cuestionar la naturaleza y su alma mortal sobre el sentido último de la vida y la muerte, glorificaba la violencia heroica de los conquistadores como Cortés y se volvía hacia el pasado pionero en busca de inspiración, un lodazal que confunde con una fuente de salud. Su última producción, la obra poética Pánic, se ocupa de la crisis. Sean cuales fueran sus méritos tanto en el teatro como en la poesía (y es dudoso que la poesía de MacLeish le ayude a ampliar sus intereses), Pánic es sin duda un espejo perfecto de la confusión ideológica reinante. Donde se encuentra hoy políticamente MacLeish o donde se levantará mañana, probablemente nadie, incluido él mismo, lo sepa. Pero ¡hete aquí! Los literatos estalinistas, que ayer lo caracterizaban como a un “fascista inconsciente" (presumiblemente en contraste con los estalinistas inconscientes), recientemente ¡lo han admitido en la primera fila de la sección literaria del Frente Popular! El caso de MacLeish debería servir como advertencia de que en el actual período de transición es sumamente peligroso considerar la posición política de cualquier intelectual como estática, o para predecir la trayectoria de su desarrollo. Los intelectuales no poseen anclaje social, sus ideas pueden cambiar de dirección con la velocidad del rayo.
Es frecuente que los intelectuales den un paso hacia atrás antes de dar dos pasos hacia adelante. Muchos intelectuales radicales pueden verificar esta observación desde su propia experiencia.
Los ‘liberals’ frente a la izquierda
A medida que la profundización de la crisis exponía la quiebra absoluta del régimen de Hoover, los liberals volvieron sus rostros hacia la izquierda y miraron esperanzados en dirección al socialismo, en busca de orientación e inspiración. El inicio del Plan Quinquenal, que coincidió con el estallido de la crisis, disparó su imaginación. La creencia en la supremacía del capitalismo estadounidense, que había sido la fe principal entre los liberales y su principal argumento contra el socialismo, fue sacudida por el enérgico avance de la construcción soviética frente a la caída igualmente rápida de la economía estadounidense. Los liberals se vieron obligados a reconsiderar su actitud hacia el capitalismo, la democracia y el reformismo. La diferenciación que se llevó a cabo en el campo liberal, como resultado de este proceso, puede ser trazada claramente en la evolución ideológica de los principales miembros del consejo de redacción de The New Republic[9], el órgano liberal más importante. A principios de 1931, los editores de The New Republic publicaron una serie de artículos que presentaban una fiel imagen del estado de ánimo prevaleciente entre los liberals. Tras recordar "la apatía terrible, la inseguridad y el desaliento que parece haber caído sobre nuestras vidas", Edmund Wilson[10] hizo un “llamamiento a los progresistas", a abandonar sus esperanzas en "la salvación por la aproximación gradual y natural hacia el socialismo", que había sido el credo fundacional para The New Republic y el de su fundador, Herbert Croly[11], e instó a que se convirtieran en una minoría militante, que de forma activa enfrentara las dificultades para alcanzar el socialismo aquí y ahora. Mientras que Wilson no era muy claro sobre el carácter de este socialismo y la forma de su realización, lo hizo oponiéndose al programa y las tácticas del Partido Comunista en nombre del americanismo y la democracia, y proclamó la necesidad de "sacarle el comunismo de las manos a los comunistas”.Los errores y las limitaciones de las posiciones políticas de Wilson no fueron tan importantes sin embargo, como si lo fue su intento por deshacerse de la inercia del reformismo y el hecho de que presentase sus dogmas a un examen crítico.
Los intelectuales liberales no se transforman en radicales en un día. Necesariamente deben someterse a un proceso de desarrollo que los obliga a pasar a través de varias etapas críticas antes de alcanzar una posición revolucionaria. Los consejos de Wilson para dejar de “apostar por el capitalismo”, indicaron que un sector de los liberales de izquierda empezaba a romper con el reformismo y miraba hacia el socialismo. La gravedad de los propios esfuerzos de Wilson para llegar a la clarificación política quedaron demostrados con su renuncia a The New Republic, cuando ya no pudo sostener ningún acuerdo con su política; y por su gira por el país con el fin de ampliar sus conocimientos sobre la vida estadounidense para poder profundizar así sus ideas políticas y, sobre todo, por la sinceridad de su autocrítica.Wilson realizó un servicio indispensable para los intelectuales de avanzada mediante la realización de su formación política, por así decirlo; de forma “pública”. Los informes que en su peregrinar hacía sobre su progreso, los guiaron en su desarrollo político, aunque arribaron a conclusiones y destinos diferentes.El mismo Wilson, como parte de un grupo de intelectuales radicales, más tarde se sintió atraído a la órbita del Partido de los Trabajadores de América[12], aunque nunca tomó parte activa en la vida política del mismo.
George Soule[13] representaba a la opinión oficial de The New Republic y a los liberales de centro. Wilson era un crítico literario en el que una llama de pasión por la justicia social se mantuvo viva durante los años del boom. Soule fue un economista de la escuela institucional[14]; bajo la influencia de “la experiencia rusa”, él y sus colegas, Beard, Chase, Dewey[15] y otros, pusieron sus esperanzas de una regeneración del capitalismo norteamericano, en la idea de la planificación nacional. Su argumentación razonaba más o menos así; los estadounidenses, con nuestra tecnología avanzada, podemos hacer cien veces más lo que los rusos lograron con su tecnología atrasada. La planta productiva ya se construyó, la tarea es ahora “crear un ‘cerebro’ para nuestra economía”.Inmediatamente, John Dewey se adelantó a expresar la desilusión periódica de los liberals con los dos viejos partidos del capitalismo, y a pedir por la formación de un tercero basado en el modelo La Follette[16]. Los programas y las filosofías de los dirigentes de los partidos Socialista y Comunista eran igualmente ajenos al peculiar espíritu progresista y democrático del pueblo estadounidense, ya que dirigían la propaganda a la clase obrera y en contra de la clase media; “El primer llamamiento de un nuevo partido debe ser hacia lo que se conoce como la clase media”, porque este es un país burgués. Los trabajadores de la industria no pueden tomar la iniciativa en este movimiento, pero lo seguirán.Tales eran las ideas que animaban a los liberales durante la campaña presidencial de 1932. Hicieron hincapié en la necesidad de la planificación social y de un nuevo partido progresista, mientras que votaron a favor de Roosevelt o Norman Thomas[17].
La recepción cordial concedida a la vívida historia del movimiento progresista de John Chamberlain[18] titulado Farewell to reform, fue otra señal del cambio de los liberals de izquierda en su alejamiento del reformismo. Sin embargo, Chamberlain adelantó su “adiós a la reforma” demasiado pronto para la historia y para la mayoría de sus compañeros de ideas. El gobierno demócrata entrante se embarcó de inmediato en tan colosal reorganización del capitalismo norteamericano que los sicofantes del nuevo régimen lo definieron como “La Revolución Roosevelt”.El advenimiento del New Deal desvió el movimiento a izquierda de los liberals hacia los canales gubernamentales. Su fe inquebrantable en la vitalidad del capitalismo estadounidense fue reanimada cuando oyeron al escudero de Hyde Park[19] afirmar que el corazón del Nuevo Trato latía por “el hombre olvidado”. ¿Los intelectuales no estaban también entre los “hombres olvidados”? Sus esperanzas parecían confirmarse cuando supieron que Roosevelt, el jefe del New Deal, había reunido a su alrededor a seres biempensantes. Comenzaron a pensar: “Tal vez fuimos demasiado precipitados en nuestra predicción sobre la muerte del capitalismo”. Mientras hubiera vida en el capitalismo norteamericano, por lo menos había esperanza para ellos.
La buena noticia de que los servicios establecidos por el New Deal requerían cientos de ejecutivos se difundió en los círculos intelectuales como reguero de pólvora. Por primera vez en la historia de Estados Unidos las puertas de la burocracia gubernamental se abrían para los intelectuales de clase media. Los profesores y sus protegidos, los abogados y arquitectos sin clientes, los hombres de letras sin convicciones políticas y con conexiones, liberales y "radicales" intelectuales por igual se apresuraron a aprovechar esta oportunidad única, para trabajar para Dios, para el país, y por cuatro mil dólares al año. Para los idealistas era una invitación irresistible a participar en la reconfiguración de la sociedad estadounidense; para los carreristas y arribistas no era una ocasión menor, ya que ahora estaban consiguiendo confortables cubículos en el gobierno. La peregrinación a Washington se convirtió en una verdadera cruzada de niños ¡Y que rápido que comenzó la masacre de los inocentes! Incluso los liberals menos dóciles fueron seducidos, al menos por un tiempo, por el canto de sirena del New Deal. George Soule y los miembros de The New Republic vieron en la cocina del nuevo gabinete profesional al nuevo “cerebro” por el que habían estado pidiendo no mucho tiempo antes, y a la “fuerza revolucionaria” en el régimen de Roosevelt. En un libro titulado The coming American Revolution[20], publicado en junio de 1934, Soule dijo: “La teoría del ‘cerebro’ se ve confirmada en la medida en que, en un esfuerzo por rescatar nuestra vida económica, el Presidente vio la necesidad de alistar el asesoramiento de expertos. Los profesores de economía, ciencias políticas y de derecho, las personas que han estudiado los problemas sociales con alguna aproximación académica*, deben ser llamados a ubicar posiciones de responsabilidad, para poder dirigir la industria y las finanzas, en lugar de dejar en manos de aquellos que sólo buscan el beneficio individual y la posibilidad de hacer exactamente lo que les plazca. Es por eso que, en un sentido amplio, el New Deal nos da un anticipo de la llegada al poder de una nueva clase, y este anticipo tiene un tinte claramente revolucionario, tan sólo porque indica un cambio de poder de clases. La vanguardia de los trabajadores de cuello blanco, las profesiones productivas, están comenzando a asumir algunas de las prerrogativas políticas que su lugar real en una sociedad altamente industrial y organizada garantizan, y a la que su competencia superior en materia de (¡teoría social!) les da derecho.” (p. 207. Itálicas mías. G. N.)La entrada de los intelectuales en la administración, que Soule considera como un revolucionario "cambio en el poder de clases", fue sólo un apresurado desembarco de los liberals a lugares seguros en el aparato del Estado, cuando la administración Roosevelt requería agentes con una coloración socialdemócrata para llevar a cabo las operaciones necesarias para restablecer un capitalismo estadounidense de salud decrépita. La estimación poco realista de Soule expresa simplemente el anhelo de la intelectualidad liberal por obtener puestos en la burocracia estatal, cosa concedida hace ya mucho tiempo a sus primos ingleses, pero que hasta el momento se les había negado. Los sucesos demostraron rápidamente la poca profundidad del análisis de Soule. “La Revolución Roosevelt” duró sólo el tiempo suficiente para que el capitalismo norteamericano se pusiera de nuevo en pie. Cuando Roosevelt anunció que el paciente se había recuperado, sino curado completamente, las medidas del New Deal fueron abandonadas o directamente decapitadas por el Tribunal Supremo. Los ejecutores del “cerebro”, que habían sido llamados a hacer el trabajo sucio durante la emergencia, fueron despedidos o relegados a cualquiera de los lugares subordinados en la administración, donde se enfrentaron a la alternativa de renunciar frente a la desilusión, o asentarse en sus puestos de trabajo con el cinismo alegre que distingue al hombre de carrera del curso ordinario de los mortales.Tan pronto como Soule y sus colegas tomaron conciencia de que los beneficios principales del New Deal habían redundado en beneficio del capital monopolista, se convirtieron en críticos severos de Roosevelt por su fracaso para llevar a cabo los milagros que había prometido. Hoy, a medida que se aproximan las elecciones, están promoviendo nuevamente la creación de un tercer partido Farmer-Labor[21], “uniendo a todos los liberals, progresistas, y los elementos radicales”, listo para llevar a cabo reformas sociales y en camino a construir “una sociedad colectiva con una economía planificada”.
Los radicales giran hacia el estalinismo
Cuando los intelectuales radicales giraron hacia la izquierda, lo hicieron sin deternerse en el campo socialista. No tenía nada que ofrecerles. Desde la escisión de 1921, bajo el régimen de la vieja guardia, el socialismo americano había sido completamente vaciado de toda vitalidad política e intelectual. Dotado de todos los defectos y ninguna de las facultades de la socialdemocracia europea, había crecido senil antes de llegar a la madurez. Esta actitud negativa de los intelectuales radicales hacia el Partido Socialista en general se mantiene hasta ahora. Sólo hace poco Norman Thomas lamentó públicamente el hecho de que los estalinistas habían capturado por completo el “frente cultural”.El movimiento comunista constituía el principal centro de atracción para los radicales. Siendo los voceros oficiales de la Unión Soviética, los estalinistas agitaron la bandera de la Revolución de Octubre, reclamaban a Lenin y la Internacional como propia.
Los más utópicos veían en el Plan Quinquenal al paraíso prometido, los más realistas veían en los partidos de la Internacional Comunista el instrumento de la revolución mundial. Todavía no habían explorado a fondo el sentido de la doctrina del “socialismo en un solo país”.Muy pocos de estos intelectuales tenían algún conocimiento previo sobre el pensamiento marxista o la historia del movimiento revolucionario. Esto, sin embargo, no los privó de convertirse de la noche a la mañana en revolucionarios y autoridades del marxismo. Planearon grandiosos proyectos de críticas marxistas de la cultura americana, que nunca fueron ejecutados, y se instalaron en las revistas liberales como expertos políticos. Equipados con muy poco sentido común, desnatados en una lectura superficial de las enseñanzas de Marx complementada con algunas perversiones estalinistas sobre política comunista, procedieron a aplicar sus herramientas intelectuales recién adquiridas para todo lo que abrevara en su corral, desde la historia de la música a las fluctuaciones del mercado de valores.Esta experimentación mecánica apresurada con las ideas de Marx era una etapa inevitable en la educación de los intelectuales radicales en un país como Estados Unidos, sin tradiciones socialistas de raíces profundas.Un auténtico partido revolucionario, esforzándose por continuar la herencia ideológica del marxismo, habría ayudado a reducir y corregir esta fase. Pero los intelectuales radicales habían encontrado algo completamente diferente en el Partido Comunista.
A lo largo de este período, desde 1929 a 1934, los estalinistas estaban en pleno proceso de las políticas ultra-izquierdistas del llamado “Tercer Período”. Estaban construyendo sindicatos rojos desde las bases … de sus despachos; señalando a todos los otros partidos obreros como “social-fascistas”; buscando la unidad “sólo desde abajo”, es decir, ningún tipo de unidad, por momentos esperando la insurrección revolucionaria en Alemania, y la recolección de madera para las barricadas que aquí pronto iba a comenzar. Si bien sus ruidosas manifestaciones asustaron a la pequeña burguesía, e incluso la impresionaron con su ardor revolucionario, no tenían ningún vínculo real con el movimiento obrero organizado. Era un eco en un túnel vacío. El Partido Comunista era sólo una cáscara burocrática, agrietado por la expulsión de sus alas derecha e izquierda, completamente aislado de las masas trabajadoras, y aplicando una política que era una caricatura del leninismo. Sin embargo, la mayoría de los radicales confundieron esta actividad (y la teoría detrás de ella) con la realidad. ¿Quién estaba allí para desilusionarlos? Todos, excepto los pocos que más tarde se interesaron en el Partido de los Trabajadores de Norteamérica, sintieron la inutilidad de la consigna de Wilson: "sacarle el comunismo de las manos a los comunistas”. El mismo Wilson pasó a ser en ese momento un simpatizante estalinista. Mientras tanto, las calumnias estalinistas en contra de los "contrarrevolucionarios" los mantuvo lejos (si es que eran conscientes de su existencia o ideas) del grupo aislado de los trotskistas, que luchaban por arrebatar la bandera del comunismo de las manos de los usurpadores.Los dirigentes estalinistas saludaron el acercamiento de los intelectuales radicales con una actitud de alegría y sospecha. Mientras que los nuevos reclutas atraían nuevas fuerzas y finanzas al partido, algunos de ellos se inclinaban también a ser inquisitivos y críticos. No se limitaron a dar la espalda al partido, al igual que los trabajadores, cuando desconfiaban de sus políticas, sino que insistían en hacer preguntas y en exponer sus quejas. Como medida de seguridad, los estalinistas trataron de mantener estos intelectuales al alcance, como ciudadanos de segunda clase en la red de organizaciones que rodean al partido, impidiendo su penetración en los círculos internos del mismo.
Con gran recelo, los intelectuales se sumergieron en la actividad política. No sólo asumieron puestos de liderazgo en la defensa del trabajo, la propaganda, y los campos de organización, sino que viajaron a Kentucky para solidarizarse con los mineros del condado de Harlan[22] y enviaron delegaciones a Washington para protestar por la represión a los veteranos de guerra. Acompañaron a los manifestantes por los bonos de la Primera Guerra[23] y a los desempleados en sus excursiones a la capital y propagandizaban los conflictos y huelgas para la prensa liberal y comunista.
El pico de su actividad lo alcanzaron en la campaña presidencial de 1932. Los congresos y manifiestos de los intelectuales más prominentes reunían más de lo que los estalinistas hacían con los trabajadores organizados. “La Liga de los Grupos Profesionales de Foster y Ford”, organizada por medio centenar de escritores, artistas, profesores y profesionales, publicó un folleto titulado “La Cultura y la Crisis”, era un llamamiento a “todos los hombres y mujeres, especialmente trabajadores de profesión y de las artes, a unirse en la lucha revolucionaria contra el capitalismo, bajo la dirección del Partido Comunista”.Este manifiesto se lee hoy como si hubiera sido escrito por un grupo diferente de personas en otra época (como de hecho, desde un punto de vista político, lo era). Cada línea arde con el fuego revolucionario, irradiando confianza en el Partido Comunista y desprecio por el moribundo Partido Socialista; “Los socialistas no creen que el derrocamiento del capitalismo sea la esencia del asunto, para poder lograr así una planificación económica exitosa... El Partido Socialista es un partido meramente reformista que ayuda a construir el capitalismo de Estado, y por lo tanto fortalece al Estado capitalista y potencia al fascismo. . . . No emprender una agresiva campaña contra la guerra. . . . es fascista. Machacando con la democracia colabora indirectamente con ella, al eludir las tareas de organización y la lucha militante. . . insistir en la democracia como la respuesta al fascismo es como oponerle el aire a las balas; el fascismo rechaza la democracia y se desarrolla a partir de la democracia burguesa. . . El Partido Socialista es el tercer partido del capitalismo. . .” y declaraciones similares.
Frente al Partido Socialista está “el Partido Comunista, francamente revolucionario; el partido de los trabajadores”, que “representa al socialismo de los hechos, no de las palabras. Hace un llamamiento para el apoyo de las clases obreras de Estados Unidos (sic) no como lo hace el Partido Socialista, con promesas rotas e incumplidas, sino con pruebas concretas de progreso revolucionario en el país y en el extranjero. . . . Propone como la verdadera solución de la crisis actual, el derrocamiento del sistema, que es el responsable de todas las crisis. Esto sólo puede lograrse mediante la conquista del poder político y el establecimiento de un gobierno de obreros y campesinos” que marcará el comienzo de la república socialista. El Partido Comunista no se detiene sólo con la proclamación de su objetivo revolucionario. Vincula a ese objetivo las batallas diarias de la clase obrera en sus puestos de trabajo, por el pan y la paz. Sus acciones y sus logros son impresionantes pruebas de su sinceridad revolucionaria”. ¡Ninguno de los que escribió este folleto adhiere hoy al Partido Comunista! Los tiempos cambian, y no pocas veces, nuestra política cambia con ellos. Cada palabra contra el Partido Socialista que pronunciaré a continuación, puede aplicarse hoy en día con una precisión mortal a la política actual del Partido Comunista. En el prólogo del folleto de estos “trabajadores intelectuales”, se jactaron de que “nuestro negocio es pensar, y no permitiremos que los hombres de negocios nos enseñen a manejar nuestros asuntos”. No obstante, algunos de los firmantes (pero que no escribieron) –Malcolm Cowley, Kyle Crichton, Granville Hicks, Isador Schneider y Ella Winter[24], sin mencionar algún otro de su tipo-, se dieron cuenta de que es posible aceptar con igual entusiasmo los dos programas de oposición irreconciliable, el de la reforma y el de la revolución, sin que aparentemente reconozcan alguna diferencia entre ellos. ¿Son estos “intelectuales cuya misión es pensar”? ¿O son del tipo de los que dejan que otros piensen políticamente por ellos? No es que, con el giro desde el reformismo hacia el comunismo, hayan logrado mantener su independencia intelectual, sino que simplemente cambiaron y siguen siendo obedientes como siempre a la voz y a las enseñanzas de su nuevo amo.
Intelectuales críticos más estables, como Sidney Hook y James Rorty[25], siguieron pensando y actuando por su cuenta, y aun antes de que los estalinistas invirtieran sus políticas, se sintieron atraídos por el Partido del Trabajadores de Norteamérica. Por criticar la política del “social-fascismo” y defender una verdadera política de Frente Único con otras organizaciones de la clase obrera, y, sobre todo, por dudar de la infalibilidad del estalinismo, fueron atacados de agentes del fascismo por los estalinistas. Pronto, los críticos literarios más antiguos, Anderson y Dreiser[26], que habían sido empujados hacia el movimiento revolucionario más por una ebullición emotiva que por convicciones intelectuales, comenzaron a alejarse con igual naturalidad que como habían llegado, cuando el vigor de su primera ráfaga revolucionaria se había gastado. Dreiser más tarde se reveló como un anti-semita. En estos días en que los escribas estalinistas cantan himnos de alabanza a Heywood Broun[27], cabe recordar que, en 1932, fue llamado el más peligroso de los demagogos social-fascistas, y a alguien al que era mejor pegarle una patada. A lo largo de este período, la mayoría de los intelectuales radicales conservaron una actitud reverente hacia el Partido Comunista. Es fácil entender por qué. Las circunstancias descriptas anteriormente reforzaron ciertas debilidades subjetivas que tendieron a reprimir sus facultades críticas. Se convirtieron en víctimas de su propia ignorancia, la inexperiencia y la superstición. A falta de educación política, estaban dispuestos a conceder crédito casi ilimitado al reconocido liderazgo revolucionario. Su respeto a la autoridad estalinista fue aumentando por el asombro con el que consideraban a la Unión Soviética y al movimiento revolucionario del proletariado en su conjunto. Inspirados por el gran ideal del comunismo, muchos de ellos entraron en el movimiento revolucionario con el mismo espíritu de obediencia ciega con el que un converso católico entra en una orden religiosa. Temían que la más mínima expresión de duda sobre la exactitud de la política del partido, o la admisión de cualquier imperfección en la Unión Soviética daría ayuda y consuelo al enemigo. Este exceso de recelo los llevó a aceptar prácticas intelectuales y políticas que bien podrían haber rechazado de plano. Con el sagrado nombre de “la causa”, apañaban la tergiversación sistemática de los hechos en la prensa estalinista. Como buenos soldados de la revolución, cedieron al hábito de formar opiniones independientes sobre cuestiones políticas, o de luchar por las mismas, y aceptaron en silencio todas las órdenes dictadas desde arriba.
Se sintieron avergonzados de ser “intelectuales” o de tener orígenes de clase media y con el fin de librarse de su pecado original, trataron de hacerse pasar por “trabajadores intelectuales”, como figura en el folleto antes citado, e incluso inventaron fantásticas genealogías proletarias para sí mismos. Los intelectuales que abandonan sus esfuerzos críticos en cualquier campo del intelecto, se desintegran rápidamente. Estos intelectuales que no fueron capaces de sostenerse sobre sí mismos para arribar al territorio más firme del marxismo, sino que siguieron ciegamente las órdenes de Stalin, fracasaron completamente en desarrollar sus propias capacidades intelectuales marxistas. En vez de asimilar la herencia del pensamiento marxista, se contentaban con alimentarse de las hojas secas de la teoría estalinista. Ni un sólo teórico de importancia surgió entre ellos, ninguno de ellos supo añadir algo de valor al tesoro del marxismo. O mutilaron y depreciaron su talento intelectual, ofreciéndolo en sacrificio al altar del estalinismo, o se sumieron en la rutina organizacional. Estos fenómenos psicológicos son, en parte, enfermedades infantiles, a los que un partido atento puede ayudar a superar, junto con los intelectos individuales. Pero en lugar de eliminar cualquiera de estas debilidades congénitas de los intelectuales, los estalinistas las acentuaron, ya que el Partido Comunista degeneró en una organización que, más que un partido de trabajadores, es una secta religiosa con un Papa infalible, con dogmas irrefutables, y con creyentes de mentes perezosas.George Novack (Continuará)