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Escritos de León Trotsky (1929-1940)

La victoria de Hitler

La victoria de Hitler

La victoria de Hitler[1]

 

 

10 de marzo de 1933

 

 

 

La vieja posición de que los países encadenados por dictaduras son atrasados se ha vuelto insostenible. Aunque se podía exagerar en el caso de Italia, no es posible hacer lo mismo en el de Alemania, país capitalista del corazón de Europa altamente desarrollado.

El derrumbe de la democracia obedece a una razón común: la sociedad capitalista ha sobrevivido a sus propias fuerzas. Los antagonismos nacionales e internacionales que estallan en su seno amenazan con destruir la estructura democrática, así como los antagonismos mundiales están acabando con la estructura democrática de la Liga de las Naciones. Allí donde la clase progresista se demuestra incapaz de tomar el poder para reconstruir la sociedad sobre bases socialistas, el capitalismo, en agonía, sólo puede mantener su existencia recurriendo a los métodos más brutales y anticulturales, cuya expresión más extrema es el fascismo, hecho histórico expresado en la victoria de Hitler. En febrero de 1929 escribí un artículo para un semanario norteamericano, en el que dije lo siguiente:

“Si hacemos una analogía con la electricidad, podemos definir a la democracia como un sistema de cortacorrientes y fusibles destinado a amortiguar los violentos choques generados por las luchas nacionales o sociales. La historia de la humanidad no conoce otra época como ésta, tan cargada de antagonismos. La sobrecarga corriente se manifiesta en distintos puntos del sistema europeo. Bajo la excesiva tensión de los antagonismos de clase e internacionales, los cortacorrientes de la democracia se funden o se rompen. Esta es la esencia del corto circuito de la dictadura.”

Mis adversarios confiaban en el hecho de que el proceso sólo se había desarrollado en la periferia del mundo civilizado. Yo respondí: “Sin embargo, los antagonismos internos y mundiales se agudizan, no disminuyen [...] La gota empieza en el dedo gordo del pie pero, una vez iniciada, llega al corazón.”[2]

Para muchas personas, la elección entre el bolchevismo y el fascismo equivale a optar entre Satanás y Belcebú. Me resulta difícil encontrar palabras de consuelo. Es claro que el siglo XX es el más conmocionado de cuantos ha conocido la humanidad. Cualquier contemporáneo nuestro que desee la paz y el bienestar sobre todas las cosas eligió un mal momento para nacer.

El movimiento de Hitler logró la victoria gracias a los esfuerzos de diecisiete millones de desesperados, lo que demuestra que Alemania ha perdido la fe en una Europa decadente, convertida por el Tratado de Versalles[3] en un manicomio sin chalecos de fuerza. El triunfo del partido de la desesperación sólo fue posible gracias a que el socialismo, el partido de la esperanza, fue incapaz de tomar el poder. La clase obrera alemana es lo suficientemente numerosa y civilizada como para hacerlo, pero los dirigentes partidarios aparecieron como incompetentes.

Los socialdemócratas, con las limitaciones peculiares impuestas por su conservadorismo, esperaban, igual que los demás partidos parlamentarios, “educar” gradualmente al fascismo. Adjudicaron el puesto de jefe de instrucción a Hindenburg, el mariscal de campo de los Hohenzollern,[4] le dieron sus votos. Los obreros, con instinto certero, querían pelear. Pero los socialdemócratas los sujetaron, prometiendo darles la señal una vez que Hitler abandonara los métodos legales. De esa manera, los socialdemócratas no sólo llamaron a los fascistas a tomar el poder por intermedio de Hindenburg sino que les permitieron realizar la revolución gubernamental por etapas.

La política del Partido Comunista ha sido totalmente equivocada. Sus dirigentes partieron del absurdo axioma de que la socialdemocracia y el nacionalsocialismo eran “dos variedades del fascismo”, según la formulación de Stalin, “no polos opuestos sino gemelos”. No cabe duda de que la socialdemocracia, como el fascismo, tienen por objeto defender al régimen burgués frente a la revolución proletaria. Pero los métodos de los dos partidos son diametralmente opuestos. La socialdemocracia ni siquiera puede aspirar a existir sin gobierno parlamentario y sin la organización masiva de los trabajadores en sindicatos. En cambio, la misión del fascismo es destruir a ambos. Los comunistas y socialdemócratas podrían haber concertado una unión defensiva sobre la base de este antagonismo, pero la ceguera de los dirigentes lo impidió. Los obreros quedaron divididos, indefensos, sin planes ni perspectivas ante el ataque del enemigo. Esta situación desmoralizó al proletariado y le dio mayor confianza al fascismo.

Hace dos años y medio, en setiembre de 1930, escribí:

“El fascismo se ha convertido en un verdadero peligro en Alemania, como expresión aguda de la impotencia del régimen burgués, del rol conservador que desempeña la socialdemocracia en dicho régimen y de la creciente impotencia del Partido Comunista para abolirlo. Quien lo niegue es un ciego o un jactancioso.” [The Turn in the Communist International and the Situation in Germany, en The Struggle Against Fascism in Germany.][5]

Desarrollé esta idea en una serie de folletos que aparecieron en Alemania en el transcurso de los últimos dos años. En noviembre de 1931, escribí:

“La llegada al poder de los nacionalsocialistas significaría, en primer término, el exterminio de la flor y nata del proletariado alemán, la destrucción de sus organizaciones, la destrucción de su fe en sí mismo y en su futuro. Teniendo en cuenta la mayor madurez y agudeza de las contradicciones sociales en Alemania, el trabajo infernal del fascismo italiano probablemente aparecería como una experiencia tibia y humanitaria en comparación con la obra de los nacionalsocialistas alemanes.” [Germany, the Key to the International Situation. Ibíd.]

La fracción stalinista afirmó que esto era jugar con el pánico. De la gran cantidad de literatura política dedicada al estudio de este problema, tomaré tan solo un discurso pronunciado por el líder oficial del Partido Comunista Alemán, Thaelmann, ante el Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista, en abril de 1931, para desenmascarar a los supuestos pesimistas, es decir, a los que eran capaces de prever: No hemos permitido que los mercaderes del pánico nos desvíen de nuestro camino [...] Estamos convencidos de que el 14 de setiembre de 1930 [cuando los nazis ganaron ciento siete escaños en el Reichstag] marcó el apogeo de Hitler, que ya no puede esperar tiempos mejores. Los acontecimientos han confirmado nuestra evaluación del desarrollo de ese partido [...] Hoy los fascistas no tienen motivos de alegría.”

¡Esa cita basta!

Así, mientras la burocracia se derrumbaba, el fascismo llegaba al poder con la ayuda del esfuerzo conjunto de los líderes de ambos partidos obreros.

El gobierno de Hitler ha impuesto un ritmo veloz, sin demoras. Anuncia que educará a los comunistas en campos de concentración. Hitler promete exterminar a los socialdemócratas, es decir, realizar, en circunstancias mucho más difíciles, la tarea que superó las fuerzas de Bismarck y de Guillermo II.[6] El ejército político de Hitler está compuesto de funcionarios, tenderos, empleados, comerciantes, campesinos y todas las clases intermedias y vacilantes. Desde el punto de vista de la conciencia social, son polvo.

Es paradójico que Hitler, con todo su antiparlamentarismo, sea mucho más fuerte en el plano parlamentario que en el social. El polvo fascista sigue siendo polvo después de cada elección. En cambio, los trabajadores se encuentran unidos en virtud del proceso de producción. Las fuerzas productivas de la nación están fuertemente concentradas en sus manos. La lucha de Hitler por el control comienza ahora, pero le esperan las mayores dificultades. Los cambios en la industria y en el comercio alteran la relación de fuerzas, no a favor de Hitler sino del proletariado. El mero hecho de la disminución del desempleo ayudará a la conciencia de los trabajadores. El resorte demasiado comprimido tiene que soltarse. Después de la tremenda caída del nivel de vida de los trabajadores en los años de crisis, se puede tener la certeza de que sobrevendrá un período de grandes luchas económicas.

No en vano a Hitler le esperan sus más grandes dificultades y sus principales luchas. En el plano internacional, nada garantiza que en el futuro inmediato prosiga con sus gestos y denuncias. Debe librar una guerra demasiado larga y sanguinaria dentro de Alemania como para pensar seriamente en una guerra contra Francia. Por otra parte, desplegará todas sus fuerzas para demostrarles a Francia y a los demás estados capitalistas que deben ayudarlo en su celestial misión de combatir al bolchevismo. Teniendo en cuenta todas las variantes, la política exterior de la Alemania fascista se dirige esencialmente contra la Unión Soviética.



[1] La victoria de Hitler. Manchester Guardian, 22 de marzo de 1933, donde apareció bajo el título Acerca de la nueva Alemania, Durante el lapso que medió entre su llegada al poder (30 de enero) y las elecciones parlamentarias (fijadas para el 5 de marzo), Hitler realizó una serie de maniobras rápidas y audaces, destinadas a implantar la supremacía nazi. Suspendió los derechos constitucionales, clausuró la prensa del PC, encarceló a millares de militantes comunistas y socialdemócratas y prohibió al PSD y al PC realinear su campana electoral. De esa manera los nazis obtuvieron el 44% de los sufragios y, con ello, mayoría absoluta y el pretexto “legal” para exigir que el Reichstag otorgara plenos poderes dictatoriales a Hitler (lo que ocurrió pocos días después). Mucho más importante, según Trotsky, era el hecho de que el otrora poderoso movimiento obrero alemán se hubiera demostrado incapaz de luchar por su propia supervivencia.

[2] Este artículo apareció en el diario The New Republic, 22 de mayo de 1929, con el título ¿Adónde va Rusia? (ver Escritos 1929).

[3] El Tratado de Versalles, suscrito en junio de 1919, devolvía los territorios de Alsacia-Lorena a Francia, quitaba a Alemania todos sus territorios en Europa y en ultramar, restringía su fuerza militar y le obligaba a pagar indemnizaciones de guerra a los aliados. Su objetivo era destruir el poderío económico y militar alemán en beneficio de las demás potencias imperialistas, pero también poner fin a la oleada revolucionaria en Alemania. Fue uno de los factores que más ayudaron a la llegada de Hitler al poder.

[4] Paul von Hindenburg (1847-1934). mariscal del ejército Prusiano, combatió en la guerra franco-prusiana y fue comandante de las fuerzas alemanas en la Primera Guerra Mundial. A pesar de la oposición socialdemócrata, sucedió a Ebert en la presidencia de la República de Weimar en 1925 y luego, esta vez con ayuda del PSD, fue reelegido en 1932. Nombró canciller a Hitler en enero de 1933. La dinastía Hohenzollern reinó en Alemania desde 1871 hasta la abdicación del kaiser Gulllermo II, el 9 de noviembre de 1918.

[5] Versión castellana: El viraje en la Internacional Comunista y la situación en Alemania, en La lucha contra el fascismo en Alemania, Buenos Aires, Pluma. 1973, T.I. [Nota del Traductor]

[6] Otto von Bismarck (1815-1898): jefe del prusiano a partir de 1862, fue el primer canciller del imperio alemán, de 1871 a 1890. Unificó a Alemania bajo el dominio de Prusia y de la dinastía Hohenzollern. Fue enemigo tenaz del movimiento obrero; promulgó la Ley Antisocialista de 1878, que ilegalizó a la socialdemocracia. El kaiser Guillermo II (1859-1941): ascendió al tronó en 1888 y abdicó en 1918, al comienzo de la revolución alemana.



Libro 3